Cinco años habían transcurrido desde que Avy y Marcus sellaron su compromiso de amor y comenzaron a formar la familia que siempre habían soñado. Cada día juntos era un nuevo paso para afianzar su matrimonio. La complicidad entre ambos era evidente: sus miradas se entendían sin palabras, y sus gestos hablaban más que cualquier declaración de amor. Era como si hubieran nacido para complementarse.
Sus mellizos, Aline y Aron, de cinco años, llenaban la casa con risas y travesuras. Apenas habían comenzado el preescolar, pero ya mostraban personalidades fuertes y curiosas. Mientras tanto, Max, el hijo mayor de Marcus, estaba entrando en esa etapa complicada entre la niñez y la preadolescencia. A sus diez años, era un niño observador, ingenioso y lleno de preguntas. Aunque siempre había sido un chico feliz, Avy podía notar que algo lo inquietaba últimamente.
Una tarde de invierno, mientras jugaban en casa de los abuelos paternos, Max decidió explorar el sótano, un lugar lleno de polvo, cajas