Guille
Al amanecer ya estaba con los ojos abiertos, mirando el techo como si ahí estuviera escrita una estrategia para no desarmarme.
Desayunamos casi sin hablar. Gala sonreía con esa nueva timidez que la volvía todavía más hermosa, y cada vez que nuestras miradas se cruzaban a mí se me aflojaban hasta las manos.
A media mañana llegaron Julieta y Pedro con bolsas, risas y órdenes.
—Tú, fuera —me señaló Julieta con un dedo acusador que no aceptaba réplica—. Hoy la novia es mía. A vestirla, peinarla y que él novio no la vea hasta el civil.
Pedro me guiñó un ojo por encima del hombro de Julieta, cargando perchas como si fueran trofeos.
—Tranquilo, campeón —susurró—. Volverá mejor de lo que se fue.
Me reí, nervioso.
—¿Y yo dónde me visto?
—Conmigo —dijo la señora Margarita desde la puerta, agitando un juego de llaves—. Ya dejé la plancha encendida y el traje perfumado. Vamos, que la camisa no se alisa sola.
Me “corrieron” con delicadeza. Antes de salir, busqué a Gala con la mirada. Juli