El despacho de Luca siempre había sido su santuario. Un espacio dominado por la madera oscura, el olor a cuero y whisky caro, las paredes tapizadas de libros y archivos meticulosamente ordenados. Durante semanas me había sentado en su sillón, firmado papeles, dado órdenes… pero hoy era diferente. Hoy, cuando cerré la puerta tras el último socio y quedé sola, sentí que la habitación me observaba a mí.
El eco de mi propia voz aún flotaba en el aire. Había terminado un acuerdo con los rusos, uno que Luca hubiera cerrado en cuestión de minutos. Yo tardé días. Cada palabra, cada gesto, cada silencio, lo había medido con precisión quirúrgica. Y cuando el último hombre salió y me quedé sola, mi cuerpo se relajó.
Respiré hondo. Me levanté despacio, dejando que mis dedos recorrieran el borde de la mesa. Me dolía la espalda, me dolía el alma. Me dolía saber que él no estaba aquí para verme.
Empecé a ordenar papeles, como una rutina que me mantenía cuerda. Colocaba las carpetas en su sitio, alin