—Mami.
La niña de tres años cruzó la habitación tambaleándose, medio dormida. Se había levantado temprano, como de costumbre, y aun así, todas esas mañanas no encontraba a su madre. Se fue a trabajar, cariño, intentaba convencerla Harvey. Aquella mañana, cuando la oyó bajar, fue a hacer lo de siempre.
—Ivy, cariño, ¿dónde estás? —la llamó. Subió y bajó las escaleras con rapidez y giró hacia la sala… solo para que sus ojos lo traicionaran. Allí, en la cocina, vio a su pequeña acurrucada en los brazos de su madre, balbuceando mil palabras a la vez.
—¡Vivian! —sus ojos se abrieron de par en par mientras se acercaba a ellas.
—Buenos días, amor —Vivian se levantó y lo besó brevemente. Tenía que hacerlo, porque Ivy tiraba con fuerza del borde de su bata. Se volvió, la alzó y la llevó a la cocina. Harvey la siguió, confuso.
—Mami, ¿puedo ir contigo al trabajo hoy? —preguntó Ivy cuando Vivian la sentó sobre el mostrador. Ella le sirvió un vaso de leche tibia. La niña chilló y rió de felicida