Inicio / Romance / Un Santo Y Un Pecador / Capìtulo 37: Bailarina
Capìtulo 37: Bailarina

—Mami.

La niña de tres años cruzó la habitación tambaleándose, medio dormida. Se había levantado temprano, como de costumbre, y aun así, todas esas mañanas no encontraba a su madre. Se fue a trabajar, cariño, intentaba convencerla Harvey. Aquella mañana, cuando la oyó bajar, fue a hacer lo de siempre.

—Ivy, cariño, ¿dónde estás? —la llamó. Subió y bajó las escaleras con rapidez y giró hacia la sala… solo para que sus ojos lo traicionaran. Allí, en la cocina, vio a su pequeña acurrucada en los brazos de su madre, balbuceando mil palabras a la vez.

—¡Vivian! —sus ojos se abrieron de par en par mientras se acercaba a ellas.

—Buenos días, amor —Vivian se levantó y lo besó brevemente. Tenía que hacerlo, porque Ivy tiraba con fuerza del borde de su bata. Se volvió, la alzó y la llevó a la cocina. Harvey la siguió, confuso.

—Mami, ¿puedo ir contigo al trabajo hoy? —preguntó Ivy cuando Vivian la sentó sobre el mostrador. Ella le sirvió un vaso de leche tibia. La niña chilló y rió de felicidad.

Vivian se inclinó y le besó la frente.

—Claro que sí, puedes venir conmigo.

—¿Qué? —Harvey se interpuso entre ellas—. ¿Pasa algo, Vivian?

Vivian frunció el ceño y salió de la habitación.

—Quédate aquí —le dijo Harvey a Ivy, que sonrió con los labios manchados de leche.

—Eh —la llamó mientras la alcanzaba en las escaleras—.

—No lo sé, Harvey. ¿Está mal querer pasar tiempo con mi familia?

—No, no es eso —la tomó del brazo—. Pero ambos sabemos lo importante que es tu trabajo y…

Su voz se apagó al ver la expresión en el rostro de ella. No entendía nada, pero no discutiría. Su hija estaba tan feliz como si hubiera visto a Santa Claus, y no iba a arruinarlo.

—Perdón, tienes razón. Puedes pasar tiempo con tu familia.

Vivian lo abrazó al oír eso. —Voy a preparar el desayuno.

Nosotros. Desayuno. Tiempo. Familia. Harvey pensó—esas eran palabras que ella nunca usaba, palabras que antes habrían iniciado una pelea. Y aun así, mientras la veía caminar hacia la cocina cantando alegremente, no podía evitar sospechar que algo iba mal. Pero se obligó a detenerse.

Relájate, Harvey. Forzó una sonrisa, como si así pudiera creérselo. Solo te extrañaba, se dijo. ¿Cuándo fue la última vez que siquiera la había tocado?

—Amor —la llamó. Ella se detuvo, y él cruzó la habitación para levantarla en brazos.

—¿Qué haces? —rió ella mientras él la llevaba arriba. Cayeron sobre el colchón blando, y él le deslizó la bata por los hombros.

Selló sus labios con un beso. Ella intentó hablar, pero en lugar de palabras solo escaparon gemidos cuando sus dedos se deslizaron entre sus piernas. Se besaron brevemente antes de que el teléfono los interrumpiera.

El timbre resonó con fuerza. Ella se levantó, la bata aún abierta, y contestó la llamada. Harvey se recostó de espaldas, frustrado. Siempre pasaba igual. Pero esa mañana, tras decir un simple “De acuerdo”, ella colgó y volvió a él, montándose sobre su cuerpo. Se quitó la bata.

—No creas que vas a librarte tan fácil —sonrió, acercando su rostro al de él.

—¿Quién se está librando? —susurró él, bajándose los pantalones y atrayéndola hacia abajo. Ella jadeó al sentirlo dentro. Comenzó a moverse despacio, arriba y abajo—un ritmo—luego más rápido, más intenso, y mientras el cuarto se llenaba con los sonidos del placer, ninguno pensó en nada más que en el acto del amor.

***

Una hora después, Vivian estaba en Moretti Homes. Madre e hija eran el centro de todas las miradas. Ivy tiraba de su mano mientras caminaban, hablaba sin parar y sonreía a los curiosos.

Era preciosa, con apenas tres años, ojos color jade y el cabello rubio como el de Harvey. Su piel era una mezcla perfecta de ambos padres: suave y luminosa. Aprendió a hablar antes que la mayoría, y su voz tenía la dulzura de una cantante. Su sueño era el ballet, y no dejaba de girar en los brazos de su madre.

—Mami —tiró de su vestido.

—Sí, cariño —Vivian la sostuvo antes de que las puertas del ascensor se cerraran frente a ellas. —¿Está el tío Vincent aquí? —preguntó Ivy. —No, amor, tiene mucho trabajo y no vendrá hoy. —¿Y el tío Michael?

El nombre la estremeció. Su corazón se aceleró como si acabara de oír una confesión.

—Prometió llevarme al concierto de Navidad —continuó Ivy, sin notar el pánico silencioso de su madre.

—Cariño —Vivian se agachó y tomó sus manos—, prométeme que no hablarás del tío Michael cuando volvamos a casa. Te compraré mucho helado. —¿De verdad? —sonrió Ivy. —Sí, amor, mucho. Podrás elegir cualquier sabor.

Y como la niña inocente que era, asintió con entusiasmo. Pero ¿qué sabía una niña de tres años sobre una promesa?

Las puertas del ascensor sonaron al abrirse, un ding metálico, e Ivy lo imitó con una risita: —¡Ding!

Cuando sus ojos se cruzaron con los de Michael, corrió hacia él y saltó a sus brazos.

—Ahí está mi bailarina favorita —Michael le besó la mejilla—. ¿Trajiste algo para mí hoy? —alzando una ceja. —Sí, pero solo si te gustan los sándwiches. —Me encantan. ¿Los hiciste tú? —Los hizo mi mami, pero yo ayudé con el cuchillo —rió.

Michael la bajó al suelo, riéndose también. —Mami, ¿puedo ir a ver el acuario? —suplicó Ivy cuando Vivian se acercó. —Está bien, pero no toques nada —dijo ella.

Cuando la niña se alejó corriendo por el pasillo, Michael tomó a Vivian del brazo y la llevó a su oficina. Cerró la puerta detrás de ellos. Las paredes de vidrio se volvieron opacas, y él la empujó sobre el escritorio: sus manos en su pecho, su cintura, su trasero. La besó. Ella lo detuvo.

—Michael, ahora no, mi hija está aquí. —Se apartó. —Y nunca me detuviste cuando tu marido estaba en la habitación de al lado —replicó él—. Lo hicimos, y hasta gemiste. —Michael, basta —alzando la voz, sintiendo el escalofrío del remordimiento.

—¿Qué pasa? ¿Algo va mal? —preguntó él, sin entender.

—Ya no debemos seguir con esto. —Fue hacia la puerta, pero él la sujetó.

—¿Harvey se enteró?

—¿Qué? ¡No!

—Entonces no hay problema —la atrajo de nuevo hacia sí.

—Michael, por favor —susurró bajo su beso, pero él no se detuvo. Metió la mano bajo su falda y, al sacarla, le mostró los dedos húmedos.

—Tu boca dice una cosa, tu cuerpo dice otra.

Esa era la razón por la que su aventura seguía viva. Él conocía sus debilidades, sabía dónde tocar y con qué fuerza. Era una enfermedad que ella no podía curar.

—Por favor, detente —susurró, intentando resistir. Pero cuando él guio su mano hacia su erección, la razón cedió ante el deseo. Lo dejó despojarla de su ropa interior y tomarla. Fue rápido, intenso, salvaje—como a ella le gustaba.

—Fui a ver al fiscal, Vivian —dijo él al terminar—. No pienso cargar con la culpa de Vincent… además, él puede cuidarse solo.

Vivian se sentó frente a él, la mente enredada entre lo que acababan de hacer y la gravedad de esa conversación. Era un pecado tras otro.

—Michael, no tenemos que seguir por ese camino —dijo con voz temblorosa.

—¿Y qué otro camino hay? ¿Dejar que el fiscal cuente al mundo lo nuestro? Amenazó a mi familia, Vivian. No puedo hacerle eso a mis hijos.

Cuando mencionó a los hijos, los ojos de ella se desviaron hacia los suyos, y la culpa le oprimió el pecho. Fue entonces cuando alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Michael. La secretaria asomó la cabeza. —Tengo un mensaje para Vivian Holman. —Entró con un sobre—. Es de la oficina del fiscal.

El aire se volvió frío. Vivian tomó el sobre y lo abrió, ignorando las letras en grande: Tal vez quieras leer esto sola.

Dentro estaba el certificado de nacimiento de Ivy, junto a una prueba de ADN. Vivian apretó los papeles y se sostuvo de la mesa.

—Déjanos —ordenó Michael, y la secretaria desapareció. Se acercó a Vivian.

—¿Estás bien? ¿Qué tiene contra ti? —intentó tomar los documentos, pero ella lo apartó.

—Yo no pedí nada de esto. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, su respiración tembló.

—¿Qué pasa, Vivian?

—No puede destruir mi vida por un error estúpido.

—No lo hará… si le damos lo que quiere.

—Tienes que hacerlo, Vivian, o veremos todo lo que construimos caer. —No puedo.

Entonces la puerta se abrió.

—¡Mami! —Ivy entró corriendo. Vivian se secó las lágrimas y fingió una sonrisa.

—¿Qué pasa, amor?

—El tío Vincent está abajo. —Saltó emocionada al decirlo.

La noticia los tomó por sorpresa. Y mientras el peso de sus pecados caía sobre ellos, solo pudieron preguntarse qué les depararía el futuro.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP