HACE 16 AÑOS
La iglesia católica de Santa Ana siempre había sido un faro de caridad. Cada año, las donaciones llegaban de los fieles, una fracción de las cuales se destinaba al orfanato bajo su cuidado. Pero ese año—el año en que el padre Andrew sirvió como capellán—algo cambió. Las donaciones aumentaron, sí, pero también lo hizo el número de niños que pasaban por las puertas del Hogar de Santa Ana.
Accidentes, incendios, tragedias sin fin. Algunos habían sido abandonados en esquinas de calles, otros rescatados de los restos de autos destrozados. Llegaban entre los cinco y los nueve años, cargando heridas mucho más antiguas que su edad. El sonido de sus llantos resonaba en los pasillos de piedra, pero nada atravesaba el corazón del padre Andrew más que el silencio de una pequeña niña.
Tenía siete años, pálida y frágil, con la piel estirada sobre los huesos, los ojos hundidos por el hambre y el terror. Había sido dejada por su tío dos años antes, un hombre que afirmó no poder alimenta