Eliza
Crucé los brazos. —Supongo que no has visto lo mal que están mis estrías.
Antes de que pudiera dudar, me levanté y dejé caer mi camisón al suelo, quedando solo en mi brasier y mis pantis blancos.
—Ahí tienes. Ven y compruébalo —lo desafié, señalando los suaves pliegues de mi vientre—. Esta soy yo, Luciano. No soy sexy, ni soy una de esas modelos perfectas que ves todos los días. Soy solo yo.
Luciano no se movió al principio, luego se puso de pie lentamente y caminó hacia mí, sin apartar la mirada de mis ojos. Colocó sus brazos a mi alrededor y me sostuvo con fuerza contra su pecho. Su calor y su aliento hicieron que mi corazón diera un vuelco.
—Eliza —dijo con voz suave, pero firme—, todos tenemos cicatrices, ya sean en nuestro cuerpo, o en nuestro corazón. Las tuyas no te hacen menos, te hacen real, te hacen ser tú. Y ese “tú” es muy especial para mí.
Tragué saliva con fuerza, parpadeando para contener el escozor de las lágrimas. Me agaché para recoger mi camisón, de repente me