Mariam estaba sentada en su oficina, con la mandíbula tensa y las manos entrelazadas sobre el escritorio. El reflejo del monitor iluminaba su rostro sereno, pero sus ojos estaban fijos, fríos, como si intentaran descifrar un rompecabezas imposible.
En la pantalla, el video de una cámara de vigilancia se repetía una y otra vez. Una figura encapuchada, con abrigo oscuro, se deslizaba entre la multitud de transeúntes hasta quedar justo detrás de ella. Luego el empujón, el tropiezo, la caída, los gritos, el chirrido de las llantas, y finalmente, Israel apareciendo justo a tiempo para salvarla.
Mariam bajó la mirada a sus rodillas vendadas. Le dolían, pero no tanto como el hecho de saber que alguien había querido hacerle daño… en plena calle, a plena luz del día.
—Debes tomar esto muy en serio, Mariam —gruñó Gabriel con el ceño fruncido, de pie frente a su escritorio—. Esta persona te venía siguiendo desde que saliste del edificio. He rastreado las cámaras de dos cuadras atrás y aparece en