Claudia miró a Rolando con molestia, sus ojos ardiendo como brasas encendidas.
—Fuiste muy blando con esos imbéciles —espetó entre dientes, al ver cómo Elizabeth había osado hablarle de tú a tú en su propia cara.
Rolando, inmóvil, mantenía los ojos fijos en la escalera por donde momentos antes había desaparecido la madre de Demian.
—No te equivoques, Claudia —respondió con tono frío—. Esa mujer tiene más poder del que aparenta. Atacarla ahora sería imprudente.
Claudia se levantó con elegancia del sofá, dejando la copa de vino a un lado. Sus caderas se balanceaban con rabia contenida.
—Espero que lo que dijo sea una maldita broma —espetó, dando un paso hacia él—. Dijiste que me amabas… ¿lo recuerdas?
Rolando giró el rostro levemente, apenas lo suficiente para mirarla de reojo. Su expresión era impenetrable, pero su mirada hablaba con claridad: no confiaba en ella.
Y tenía buenas razones.
Claudia había traicionado a Demian con una facilidad escalofriante. ¿Qué le hacía pensar que no har