Demian estaba en la sala de estar, con algunos papeles entre las manos, aunque su mente estaba lejos de los números y las cifras. Sentado en el sofá, intentaba concentrarse en los informes que antes le enviaba su amigo, su mano derecha, su leal confidente. Ahora, él estaba muerto, y aunque ya habían pasado semanas, el dolor seguía ardiendo como si hubiese ocurrido ayer.
Su hijo, sentado en la alfombra, jugaba ajeno al dolor de su padre. Imitaba rugidos, movía sus dinosaurios de plástico con entusiasmo, creando una batalla entre un tiranosaurio y un triceratops. La inocencia de su pequeño era lo único que lograba calmar la tormenta en el interior de Demian.
Pero esa calma se rompió con el eco de unos pasos firmes por el pasillo.
—Demian Thompson —dijo una voz cargada de veneno.
Demian levantó la mirada con expresión fría. Reconocía esa voz entre mil. Su tío, con su sonrisa prepotente, cruzó la puerta sin ser invitado, como si la casa aún le perteneciera.
—No pensé que tendrías el valor