Mariam estaba en la sala de espera, recostada en la silla con una manta cubriéndole las piernas. Ya había sido atendida, su herida en la pierna estaba vendada, pero el dolor físico no se comparaba con el peso que sentía en el pecho. Todo había sucedido tan rápido, y ahora que el peligro había pasado, lo único que quedaba era el dolor… y el silencio.
Miró hacia el suelo, sus dedos entrelazados temblaban levemente. Aghata… ella había intentado protegerla sin dudar, sin importarle nada más. Esa imagen quedó grabada en su mente como una herida más. Siempre creyó que su hermana estaba consumida por el odio y la envidia, pero, en el momento más oscuro, Aghata eligió salvarla.
Una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
De pronto, escuchó pasos apurados. Azucena apareció al fondo del pasillo y, al verla, corrió hacia ella sin contenerse. La abrazó con fuerza, como si necesitara cerciorarse de que estaba viva.
—¡Mariam! —exclamó con voz temblorosa—. Estás viva… estás bien…
—Sí —susurró ella co