La mansión Thompson estaba más fría de lo habitual. No por el clima, sino por el ambiente que se respiraba dentro. El reloj marcaba poco después de las ocho de la mañana, y en el comedor, Demian desayunaba en silencio. La taza de café frente a él se había enfriado, al igual que su ánimo. Miraba su plato sin siquiera probar bocado.
La señora Elizabeth lo observaba desde el umbral de la puerta. Había ido a visitarlo sin anunciarse, impulsada por la preocupación que le apretaba el pecho desde hacía semanas. Su hijo estaba perdiendo el rumbo.
—Te ves cansado… y triste —murmuró, acercándose con paso lento, sentándose frente a él.
Demian alzó los ojos, ojeroso.
—Fui un egoísta. Un idiota —murmuró finalmente, bajando la mirada, con una sinceridad que le caló hasta los huesos.
Elizabeth entrelazó las manos sobre la mesa y suspiró. Sabía que su hijo había cometido errores, pero el tiempo, como siempre, se encargaba de cobrar las deudas del corazón.
—Estas son las consecuencias de tus decisione