Ella me miraba perpleja, más que sorprendida. Tenía miedo, porque hacía mucho que no dejaba salir lo peor de mí, y era un lado que nunca había querido mostrarle, pero no pude evitarlo al verla con ese imbécil.
—¿Qué te pasa, Gérard? —me reprochó, frunciendo el ceño—. Él es…
—Me importa una mierda quién sea —no la dejé terminar y me giré hacia él—. ¿No sabes que no se juega con la mujer de otro hombre?
Abrió la boca y miró a Juliette, que estaba un poco pálida y confundida, pero no me importó.
El silencio entre nosotros emanaba impotencia, despertando una bestia sobre la cual no tendría control en mucho tiempo.
—No le hables así a Juliette —se atrevió—. No puedo creer que se haya casado con un tipo como tú; eres grosero y, además, pretencioso.
Una leve sonrisa se escapó de mi rostro ante su reacción, muy lejos de lo que esperaba.
Le solté un puñetazo en la mandíbula con tanta fuerza que cayó al suelo por el impacto, mis manos ardiendo por el choque de los nudillos contra su cara.
Sorpr