Camila
Me senté al borde de la cama de mi suegra.
Me sentía agotada. Las últimas 48 horas me estaban pasando factura, y no quería intoxicarme con el café del hospital.
Levanté la mirada para verla. Era difícil imaginar que alguien quisiera hacerle daño. Peor aún que ese alguien fuera su propia hija.
Ella apartó la vista de su hijo y me devolvió la mirada. Tomó mi mano, apenas apretándola.
—No tienes que sentirte mal por lo de Socorro, hija, —me dijo con una voz tranquila—. Lo que hizo no tiene justificación, y es mi culpa por haberle permitido tanto durante todos estos años.
¿Qué podía decirle? ¿Qué no era su culpa? ¿Qué yo tampoco entendía cómo alguien podía ser tan cruel?
Joaquín, mientras tanto, estaba de pie junto a la ventana, hablando por teléfono con un tono autoritario que, si soy sincera, me estaba poniendo cachonda.
—Quiero que sea un equipo completo, —decía, con el ceño fruncido—. Dos guardias en cada turno, las 24 horas. Nadie entra sin autorización.
Lo miré de reojo, sin