CamilaEstábamos en una terraza acogedora, justo frente a un callejón de adoquines donde los balcones tenían un montón de macetas con flores coloridas. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el del café fuerte que Joaquín tenía entre las manos. Yo acababa de terminar una taza de capuchino y le robaba pedacitos de su croissant con crema pastelera mientras sonreía como una niña.—Ya puedes dejar de mirarme con esa cara, mi amor —dije, relamiéndome un poco de azúcar de los labios—. Te advertí que te lo iba a robar.Joaquín se rió, ese sonido grave y cálido que me derretía desde la primera vez que lo escuché.—Con gusto te doy todo lo que tengo... ya me robaste el corazón, así que tampoco me queda mucho más —dijo, mirándome con esa mirada de adoración que aún me sonrojaba, aunque lleváramos tanto tiempo juntos y una hija en el contador.Suspiré, apoyando la barbilla en mi mano mientras lo miraba.—Hablando de robos y esas cosas... —dije, bajando un poco la voz y alzando una ceja
Camila—¡Buenos días, señora Salinas! ¡Arriba, que es su boda! ¡Vamos, vamos, vamos!Parpadeé varias veces, intentando procesar la luz del sol que entraba por la ventana. Ahí estaba Tronchatoro, con casi nueve meses de embarazo, disfrutando de mi miseria y humillándome.Me negué a abrir los ojos y ella frunció los labios.—Señora Salinas, cinco minutos más. Voy por su desayuno —parecía que el embarazo la había vuelto, al menos, un poco condescendiente.Volví a cerrar los ojos y Morfeo me envolvió otra vez en sus brazos.—¿En serio, Camila? ¡Es hora de mover ese trasero!Entre abrí los ojos solo para encontrarme con la silueta agitada de mi suegra, sacudiéndome con energía.Parpadeé, todavía medio dormida, y solté un gemido mientras intentaba girarme. Gran error.—Ay, por el amor de todo lo sagrado… —me quejé—. ¿No podía ser un poquito más… considerada? Estoy embarazada de dos. ¡Dos, suegrita! No soy un colibrí, soy un dirigible.Ella resopló y se cruzó de brazos.—¡Y tú crees que no l
Joaquín Siete años... A veces me cuesta creerlo.Estaba de pie en la cocina, revolviendo con una mano la olla con chocolate caliente mientras con la otra servía los pancakes en forma de animalitos. Mi espalda ya no era la misma de antes, el peso de tantas madrugadas, reuniones y juegos de escondidas me había pasado factura, pero no me importaba. Hoy era un día especial. Volvían nuestros chicos de la universidad, y esta casa, que nunca había estado realmente en silencio, iba a estallar de alegría.—Papá... el chocolate tiene burbujas —dijo Ana Clara con sus ojos escrutadores puestos sobre la olla como si fuera inspectora de sanidad.—Eso es porque está en su punto perfecto, princesa —le respondí guiñándole un ojo.—¿Y lavaste los platos de anoche? —insistió ella con la misma seriedad.—¿Tú también, Ana? —protesté sin poder evitar la risa—. ¿Qué te enseñó tu madre sobre confiar en los demás?—Que siempre hay que revisar dos veces. —Juana la respaldó desde su silla, cruzada de brazos
Joaquín Sentado en mi oficina, apenas prestaba atención a la luz que entraba por las ventanas. La brillante tarde española era solo un telón de fondo, algo insignificante comparado con el cúmulo de problemas que tenía frente a mí. Los informes de las sucursales parecían interminables, un desfile de números y excusas, pero había algo en particular que me estaba irritando más de lo normal. Me detuve en la página dedicada a la oficina de Latinoamérica, y lo que vi no me gustó nada.Las ventas estaban cayendo en picada, las quejas de los clientes aumentaban y las encuestas internas mostraban una baja satisfacción general del personal. Un desajuste tras otro, y lo más preocupante era que nadie había levantado la mano para advertirlo. "Incompetentes", pensé, con una punzada de irritación. Respiré hondo, agarré el teléfono y marqué a Felipe, mi mejor amigo, el tipo que estaba supuestamente a cargo de supervisar las sucursales de esa región. Mientras sonaba el teléfono, ya sabía que su
CamilaMe desperté de golpe, sobresaltada por el sonido del despertador que llevaba minutos ignorando. El cansancio me pesaba en los párpados y los músculos me dolían, como si no hubiera dormido en absoluto. Miré el reloj en la mesita de noche y el corazón se me aceleró: las siete y cincuenta."¡Mierda!", pensé, mientras saltaba de la cama, casi tropezando con las sábanas enredadas en mis pies.Los niños llegarían tarde a la escuela, y yo, por supuesto, llegaría tarde al trabajo.—¡Nathan! ¡Amy! —grité mientras me ponía una camiseta cualquiera y unos pantalones de jean. No tenía tiempo para nada, excepto para correr. Y ellos tampoco.Salí del cuarto y corrí al de Nathan. Lo encontré aún en la cama, enredado entre las sábanas como un pequeño bulto. Los libros de su proyecto de ciencias estaban desparramados por el escritorio, las hojas manchadas de tinta y dibujos torpes que habíamos terminado juntos hasta bien entrada la madrugada. Me acerqué y lo sacudí con suavidad en el hombro.
Joaquín Caminaba por el edificio con la mente en piloto automático. Después de más de 12 horas de vuelo y apenas un par de horas de sueño, mis pies me guiaban más por costumbre que por voluntad. Mi objetivo: llegar a la oficina de Felipe, discutir los problemas de la sucursal y empezar a ver con mis propios ojos lo que estaba ocurriendo aquí. Claro, no había necesidad de hacer un escándalo. Solo quería pasar desapercibido por ahora, observar, entender qué estaba fallando antes de tomar cartas en el asunto.Me dirigí hacia el pasillo cuando, de repente, todo cambió en un segundo.Me golpeé con alguien de lleno. Sentí el impacto primero en el pecho, como un choque que me sacó de mi ensimismamiento. Los papeles volaron, hojas desparramadas por el suelo como una explosión de caos. Miré hacia abajo, a la persona contra la que había chocado. Una chica, agachada ya, recogiendo lo que había soltado.—¡Dios! Lo siento mucho —dijo rápidamente, su voz era suave pero nerviosa. Se inclinó pa
Camila Estaba sentada en mi escritorio, fingiendo estar concentrada en los papeles frente a mí, pero la verdad es que no podía dejar de pensar en lo que había pasado esa mañana. Aún podía sentir el ligero cosquilleo de haberme topado con Joaquín, el nuevo pasante que Felipe había presentado con tanto entusiasmo. Algo en su mirada fría y en la manera en que me había ignorado desde el principio me irritaba, pero al mismo tiempo, no podía sacarlo de mi cabeza. Era raro, y me incomodaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.Suspiré, moviéndome en la silla para intentar enfocarme en lo que realmente tenía que hacer. Pero justo en ese momento, escuché la risa inconfundible de Felipe en el fondo del área común. "Otra vez...", pensé, con una mezcla de cariño y cansancio. Felipe era ese tipo de jefe al que podías odiar y querer al mismo tiempo, siempre echando relajo, pero también con una intuición que pocas veces fallaba.Me giré un poco para verlo hablando con Ramiro, y ya se me emp
Joaquín Entré en la oficina de Felipe con los papeles aún en la mano y la sangre hirviendo. No sabía si era por las malditas copias que me había pedido Camila, o por cómo todos en la oficina parecían tomarme por un idiota. Pero lo que sí sabía es que no podía aguantar más. Apenas crucé la puerta, la cerré de golpe, y sentí cómo el ruido reverberaba por la habitación.Él estaba tan tranquilo como si el mundo a su alrededor no existiera. Estaba sentado en su silla, con los pies cruzados sobre el escritorio y una sonrisa ligera en los labios, mirando su teléfono, totalmente ajeno al hecho de que yo estaba a punto de explotar.—¡¿En qué demonios estabas pensando?! —le grité, lanzando los papeles sobre su escritorio. —¡Soy el CEO de esta empresa, no un maldito pasante!Felipe ni siquiera se inmutó. Ni un parpadeo. Bajó el teléfono lentamente y me miró con esa calma que siempre parecía sacarme de quicio, como si lo que acababa de decir no le importara en lo más mínimo.—Relájate, Joaquín