Felipe
Estaba parado en el altar de la iglesia, con el corazón desbocado y las manos húmedas de tanto limpiarme la frente.
Los bancos llenos de rostros conocidos, todos mirándome con expectación, emoción... y un poquito de incredulidad.
No los culpaba. Hasta yo dudaba a ratos de mi propia sanidad mental.
Joaquín, como buen hermano del alma y cómplice en esta locura, estaba a mi lado con Anita en brazos.
La pequeña estaba fascinada con todo a su alrededor. Extendía sus manitas regordetas queriendo agarrar cualquier cosa.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Joaquín en voz baja.
Movió a Anita de un brazo al otro mientras ella intentaba arrancarle la corbata con una risita traviesa.
Le sonreí mientras me acercaba para hacerle muecas a mi sobrina. Le acaricié la nariz con un dedo y ella soltó una carcajada.
—Claro que sí. Romina... ella es el amor de mi vida —respondí, y lo decía en serio.
Joaquín bufó, mirándome con orgullo, resignación y miedo ajeno, una expresión que solo él podía lo