Camila
Estábamos en una terraza acogedora, justo frente a un callejón de adoquines donde los balcones tenían un montón de macetas con flores coloridas.
El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el del café fuerte que Joaquín tenía entre las manos.
Yo acababa de terminar una taza de capuchino y le robaba pedacitos de su croissant con crema pastelera mientras sonreía como una niña.
—Ya puedes dejar de mirarme con esa cara, mi amor —dije, relamiéndome un poco de azúcar de los labios—. Te advertí que te lo iba a robar.
Joaquín se rió, ese sonido grave y cálido que me derretía desde la primera vez que lo escuché.
—Con gusto te doy todo lo que tengo... ya me robaste el corazón, así que tampoco me queda mucho más —dijo, mirándome con esa mirada de adoración que aún me sonrojaba, aunque lleváramos tanto tiempo juntos y una hija en el contador.
Suspiré, apoyando la barbilla en mi mano mientras lo miraba.
—Hablando de robos y esas cosas... —dije, bajando un poco la voz y alzando una ceja