Joaquín Había aprendido a dominar el silencio. Estaba sentado en la cabecera de la mesa de juntas, con los dedos entrelazados y la mirada fija en el orador de turno. No necesitaba decir ni una palabra para que todos supieran quién era el que mandaba.Frente a mí, un hombre de unos cincuenta años sudaba como si lo estuvieran interrogando en la comisaría. Su socio, un joven que no dejaba de acomodarse la corbata, intentaba manejar la presentación desde su laptop, pero ya iban por la tercera vez que el video no cargaba.—Señor Salinas —balbuceó el mayor—, como verá en el informe, nuestras cifras de crecimiento superan el diez por ciento en el último trimestre. Una alianza con su empresa no solo sería beneficiosa… sino estratégica para ambos.—Hmm —respondí, sin cambiar de expresión. Dediqué una mirada rápida a Felipe, que estaba recostado en su silla—. ¿Y qué puede ofrecerme usted que no pueda encontrar en cualquier otro socio con menos problemas de logística?El hombre tragó saliva.
Joaquín Después de la sesión maratónica de amor con mi esposa, porque cuando Camila se pone romántica y mandona, no hay cuerpo que se resista, bajé a la cocina a buscar agua. Todavía sentía las piernas como gelatina, y me ardían los músculos que ni siquiera sabía que tenía. Estaba con el torso desnudo y unos pantalones deportivos que me había puesto a las apuradas, porque si seguía acostado ahí, entre las sábanas arrugadas y el perfume de mi mujer, no me iba a parar... lo que significaba que no me iba a poder mover en los próximos días.Abrí la heladera, saqué la botella de agua fría y pegué unos tragos largos, cerrando los ojos para disfrutar el frescor bajando por mi garganta.—¡Mi mujer me está engañando!—¡Mierda! —exclamé, escupiendo el agua y casi tirando la botella.Me giré de golpe, llevándome una mano al pecho. Ahí estaba Felipe, plantado en la entrada de la cocina como un espectro dramático con cara de tragedia griega.—¡Pero qué carajos hacés aquí! ¿Quién te dejó entrar?
Felipe Estaba parado en el altar de la iglesia, con el corazón desbocado y las manos húmedas de tanto limpiarme la frente.Los bancos llenos de rostros conocidos, todos mirándome con expectación, emoción... y un poquito de incredulidad. No los culpaba. Hasta yo dudaba a ratos de mi propia sanidad mental.Joaquín, como buen hermano del alma y cómplice en esta locura, estaba a mi lado con Anita en brazos. La pequeña estaba fascinada con todo a su alrededor. Extendía sus manitas regordetas queriendo agarrar cualquier cosa.—¿Estás seguro de esto? —preguntó Joaquín en voz baja. Movió a Anita de un brazo al otro mientras ella intentaba arrancarle la corbata con una risita traviesa.Le sonreí mientras me acercaba para hacerle muecas a mi sobrina. Le acaricié la nariz con un dedo y ella soltó una carcajada.—Claro que sí. Romina... ella es el amor de mi vida —respondí, y lo decía en serio. Joaquín bufó, mirándome con orgullo, resignación y miedo ajeno, una expresión que solo él podía lo
Margot No entendí en qué maldito momento había permitido esto.Una semana entera. Una. Semana. Entera. De "vacaciones".Estaba en una cabaña junto al lago, rodeada de vegetación, silencio... y Ramiro.Ese detalle era el más complicado de todos.Me había dejado convencer por la peor combinación posible: una mezcla de súplica, carita de cachorro, y un sermón del señor y la señora Salinas al mismo tiempo. Y claro, que toda la familia Salinas se hubiera ido del país también ayudó a que me sintiera “prescindible” por unos días. Lo cual me molestaba más de lo que me gustaba admitir.“Descansá, Margot.”“Es solo una semana.”“Te lo ganaste.”“Ramiro necesita verte en modo humano.”Ese último comentario fue de Felipe, por supuesto. Todavía no decidís si matarlo lentamente o solo ignorarlo el resto de mi vida.Suspiré, sentada en el porche de la cabaña, con una taza de té en una mano y la otra acariciando, con absoluta resignación, la cabeza de Ramiro. Se había quedado dormido sobre mis pie
CamilaEstábamos en una terraza acogedora, justo frente a un callejón de adoquines donde los balcones tenían un montón de macetas con flores coloridas. El aroma a pan recién horneado se mezclaba con el del café fuerte que Joaquín tenía entre las manos. Yo acababa de terminar una taza de capuchino y le robaba pedacitos de su croissant con crema pastelera mientras sonreía como una niña.—Ya puedes dejar de mirarme con esa cara, mi amor —dije, relamiéndome un poco de azúcar de los labios—. Te advertí que te lo iba a robar.Joaquín se rió, ese sonido grave y cálido que me derretía desde la primera vez que lo escuché.—Con gusto te doy todo lo que tengo... ya me robaste el corazón, así que tampoco me queda mucho más —dijo, mirándome con esa mirada de adoración que aún me sonrojaba, aunque lleváramos tanto tiempo juntos y una hija en el contador.Suspiré, apoyando la barbilla en mi mano mientras lo miraba.—Hablando de robos y esas cosas... —dije, bajando un poco la voz y alzando una ceja
Camila—¡Buenos días, señora Salinas! ¡Arriba, que es su boda! ¡Vamos, vamos, vamos!Parpadeé varias veces, intentando procesar la luz del sol que entraba por la ventana. Ahí estaba Tronchatoro, con casi nueve meses de embarazo, disfrutando de mi miseria y humillándome.Me negué a abrir los ojos y ella frunció los labios.—Señora Salinas, cinco minutos más. Voy por su desayuno —parecía que el embarazo la había vuelto, al menos, un poco condescendiente.Volví a cerrar los ojos y Morfeo me envolvió otra vez en sus brazos.—¿En serio, Camila? ¡Es hora de mover ese trasero!Entre abrí los ojos solo para encontrarme con la silueta agitada de mi suegra, sacudiéndome con energía.Parpadeé, todavía medio dormida, y solté un gemido mientras intentaba girarme. Gran error.—Ay, por el amor de todo lo sagrado… —me quejé—. ¿No podía ser un poquito más… considerada? Estoy embarazada de dos. ¡Dos, suegrita! No soy un colibrí, soy un dirigible.Ella resopló y se cruzó de brazos.—¡Y tú crees que no l
Joaquín Siete años... A veces me cuesta creerlo.Estaba de pie en la cocina, revolviendo con una mano la olla con chocolate caliente mientras con la otra servía los pancakes en forma de animalitos. Mi espalda ya no era la misma de antes, el peso de tantas madrugadas, reuniones y juegos de escondidas me había pasado factura, pero no me importaba. Hoy era un día especial. Volvían nuestros chicos de la universidad, y esta casa, que nunca había estado realmente en silencio, iba a estallar de alegría.—Papá... el chocolate tiene burbujas —dijo Ana Clara con sus ojos escrutadores puestos sobre la olla como si fuera inspectora de sanidad.—Eso es porque está en su punto perfecto, princesa —le respondí guiñándole un ojo.—¿Y lavaste los platos de anoche? —insistió ella con la misma seriedad.—¿Tú también, Ana? —protesté sin poder evitar la risa—. ¿Qué te enseñó tu madre sobre confiar en los demás?—Que siempre hay que revisar dos veces. —Juana la respaldó desde su silla, cruzada de brazos
Joaquín Sentado en mi oficina, apenas prestaba atención a la luz que entraba por las ventanas. La brillante tarde española era solo un telón de fondo, algo insignificante comparado con el cúmulo de problemas que tenía frente a mí. Los informes de las sucursales parecían interminables, un desfile de números y excusas, pero había algo en particular que me estaba irritando más de lo normal. Me detuve en la página dedicada a la oficina de Latinoamérica, y lo que vi no me gustó nada.Las ventas estaban cayendo en picada, las quejas de los clientes aumentaban y las encuestas internas mostraban una baja satisfacción general del personal. Un desajuste tras otro, y lo más preocupante era que nadie había levantado la mano para advertirlo. "Incompetentes", pensé, con una punzada de irritación. Respiré hondo, agarré el teléfono y marqué a Felipe, mi mejor amigo, el tipo que estaba supuestamente a cargo de supervisar las sucursales de esa región. Mientras sonaba el teléfono, ya sabía que su