RamiroEl sol brillaba sobre el lago.Las montañas a lo lejos parecían pintadas a mano, y una brisa suave me revolvía el cabello. Tenía los pies metidos en el agua, sentado en la orilla con la caña de pescar floja entre las manos. A mi lado, como si el tiempo no hubiera pasado, estaba él.—Hace años que no veníamos, ¿eh? —dijo mi papá, con la misma sonrisa serena que siempre recordaba—. Aunque claro, tú te habías olvidado de lo bien que se sentía no hacer nada.Solté una risita, ladeando la cabeza para mirarlo.—No me olvidé, solo... no tenía con quién venir.Él bufó, ese sonido de desaprobación fingida que tanto me hacía reír de chico.—Bah. Excusas. Si quieres venir, vienes. Pero no, ahí estás tú, todo el día preocupado por esas dos mujeres que te tienen de rehén.—¿De verdad vamos a hablar de mi mamá y de Margot? —pregunté, con una sonrisa torcida—. Pensé que este era un viaje entre hombres.—¡Eso mismo digo yo! —rió él, sacudiendo la cabeza—. Qué bueno que las dejamos en casa. U
CamilaDespués de tantas semanas de hospital, después de lágrimas, miedo, oraciones y milagros, por fin, ese día había llegado: Ana Clara recibía el alta médica. Nuestro pedacito de cielo, tan pequeñita al nacer, tan fuerte como una guerrera, al fin podía ir a casa.No podía dejar de mirarla, envuelta en esa mantita rosa con la que la enfermera la había dejado lista.Tenía los ojos cerrados, las mejillas regordetas y suaves, y sus diminutas manos se aferraban a la tela como si ya supiera que el mundo podía ser hostil… pero también sabía que ahora estaba a salvo.Mi viejito la levantó de la incubadora, cargando a nuestra hija con esa delicadeza que solo alguien que la ama con toda el alma puede tener.—Mi amor —susurré, acariciando su brazo—. Ya está. Nos vamos a casita.Él asintió sin poder hablar, bajó la cabeza y le dio un beso en la frente a nuestra niña.El doctor Ríos entró junto a Margot, que llevaba una libreta en la mano y una cara de concentración que daba miedo.—Bueno, fam
Joaquín La entrada del hospital psiquiátrico me provocaba una mezcla de escalofrío y desagrado. No por el lugar en sí, sino por lo que nos esperaba adentro. Caminamos en silencio, Samuel y yo, hasta la recepción. Él llevaba los papeles en una carpeta negra bajo el brazo. Su expresión de seriedad que no se veía en ningún adolescente. Tenía la mirada fría, como si se estuviera preparando para entrar al infierno. Porque eso era lo que estábamos a punto de hacer.Una enfermera nos acompañó por un pasillo largo, donde el silencio era pesado y algo denso... como si cada pared susurrara secretos rotos. Samuel caminaba con pasos firmes. Yo iba a su lado, en silencio, dispuesto a intervenir si algo se salía de control.Nos detuvimos frente a una puerta gris, con un pequeño ventanuco enrejado. —Señor, no se la ha medicado desde hace unos días para que esté consciente en la visita, pero apenas se retiren volvemos con el "tratamiento".El "tratamiento" era un código, obviamente no quería e
AmyAmaba las mañanas porque tenía a mi hermanita sola para mí.Ana Clara estaba dormida sobre mi pecho, como todos los días desde que volvió.No podía dejar de admirarla.Era tan chiquita, tan perfecta. Su boquita entreabierta, sus manitas como bolitas de algodón, sus pestañas diminutas… ¿Cómo podía alguien tan pequeño hacerme sentir tantas cosas?Me levanté con cuidado y la dejé con delicadeza en su cuna. Era hermosa, tan parecida a mamá...No me di cuenta de que Samuel había entrado hasta que sentí sus brazos rodearme por la cintura. Apoyó la cabeza en mi hombro con un suspiro suave.—¿Estás bien? —susurré para no despertar a la bebé.—No lo sé —respondió bajito, besando mi mejilla—. Mi mamá… fue horrible. Pero al mismo tiempo… no sé... siento que me liberé de algo.Volteé un poco para mirarlo y noté que sus ojos estaban húmedos. No lloraba, pero se le notaba la tristeza. Le acaricié la mejilla y él cerró los ojos un segundo.—Viniste al mejor lugar para sanar —le dije con una sonr
Joaquín Había aprendido a dominar el silencio. Estaba sentado en la cabecera de la mesa de juntas, con los dedos entrelazados y la mirada fija en el orador de turno. No necesitaba decir ni una palabra para que todos supieran quién era el que mandaba.Frente a mí, un hombre de unos cincuenta años sudaba como si lo estuvieran interrogando en la comisaría. Su socio, un joven que no dejaba de acomodarse la corbata, intentaba manejar la presentación desde su laptop, pero ya iban por la tercera vez que el video no cargaba.—Señor Salinas —balbuceó el mayor—, como verá en el informe, nuestras cifras de crecimiento superan el diez por ciento en el último trimestre. Una alianza con su empresa no solo sería beneficiosa… sino estratégica para ambos.—Hmm —respondí, sin cambiar de expresión. Dediqué una mirada rápida a Felipe, que estaba recostado en su silla—. ¿Y qué puede ofrecerme usted que no pueda encontrar en cualquier otro socio con menos problemas de logística?El hombre tragó saliva.
Joaquín Después de la sesión maratónica de amor con mi esposa, porque cuando Camila se pone romántica y mandona, no hay cuerpo que se resista, bajé a la cocina a buscar agua. Todavía sentía las piernas como gelatina, y me ardían los músculos que ni siquiera sabía que tenía. Estaba con el torso desnudo y unos pantalones deportivos que me había puesto a las apuradas, porque si seguía acostado ahí, entre las sábanas arrugadas y el perfume de mi mujer, no me iba a parar... lo que significaba que no me iba a poder mover en los próximos días.Abrí la heladera, saqué la botella de agua fría y pegué unos tragos largos, cerrando los ojos para disfrutar el frescor bajando por mi garganta.—¡Mi mujer me está engañando!—¡Mierda! —exclamé, escupiendo el agua y casi tirando la botella.Me giré de golpe, llevándome una mano al pecho. Ahí estaba Felipe, plantado en la entrada de la cocina como un espectro dramático con cara de tragedia griega.—¡Pero qué carajos hacés aquí! ¿Quién te dejó entrar?
Felipe Estaba parado en el altar de la iglesia, con el corazón desbocado y las manos húmedas de tanto limpiarme la frente.Los bancos llenos de rostros conocidos, todos mirándome con expectación, emoción... y un poquito de incredulidad. No los culpaba. Hasta yo dudaba a ratos de mi propia sanidad mental.Joaquín, como buen hermano del alma y cómplice en esta locura, estaba a mi lado con Anita en brazos. La pequeña estaba fascinada con todo a su alrededor. Extendía sus manitas regordetas queriendo agarrar cualquier cosa.—¿Estás seguro de esto? —preguntó Joaquín en voz baja. Movió a Anita de un brazo al otro mientras ella intentaba arrancarle la corbata con una risita traviesa.Le sonreí mientras me acercaba para hacerle muecas a mi sobrina. Le acaricié la nariz con un dedo y ella soltó una carcajada.—Claro que sí. Romina... ella es el amor de mi vida —respondí, y lo decía en serio. Joaquín bufó, mirándome con orgullo, resignación y miedo ajeno, una expresión que solo él podía lo
Margot No entendí en qué maldito momento había permitido esto.Una semana entera. Una. Semana. Entera. De "vacaciones".Estaba en una cabaña junto al lago, rodeada de vegetación, silencio... y Ramiro.Ese detalle era el más complicado de todos.Me había dejado convencer por la peor combinación posible: una mezcla de súplica, carita de cachorro, y un sermón del señor y la señora Salinas al mismo tiempo. Y claro, que toda la familia Salinas se hubiera ido del país también ayudó a que me sintiera “prescindible” por unos días. Lo cual me molestaba más de lo que me gustaba admitir.“Descansá, Margot.”“Es solo una semana.”“Te lo ganaste.”“Ramiro necesita verte en modo humano.”Ese último comentario fue de Felipe, por supuesto. Todavía no decidís si matarlo lentamente o solo ignorarlo el resto de mi vida.Suspiré, sentada en el porche de la cabaña, con una taza de té en una mano y la otra acariciando, con absoluta resignación, la cabeza de Ramiro. Se había quedado dormido sobre mis pie