La orquesta pareció leer el ambiente cargado de electricidad y comenzó a tocar otra pieza, esta vez una balada más profunda, más íntima, que resonó en las paredes de piedra del salón.
Apenas había terminado de retocarme el labial y volver a la mesa con la cabeza alta como una reina victoriosa, cuando Damián se puso de pie de nuevo. No había rastro de cansancio en él, solo una energía vibrante que lo rodeaba como un aura.
—¿Me concedes esta pieza? —preguntó, extendiendo su mano de nuevo.
Yo asentí, incapaz de negarme. La necesidad de sentir sus brazos alrededor de mí, de validar lo que acababa de hacer en el baño, era imperiosa. Nos levantamos, dejando a Katherine —que seguía pálida y callada— y a Jasper —que miraba su móvil con el ceño fruncido— en la mesa como si fueran adornos de mal gusto que ya no nos importaban.
Volvimos a la pista de baile. Esta vez, no había espacio entre nosotros. Damián me pegó a su cuerpo desde el primer compás, su brazo rodeando mi cintura con una firmeza p