Nos dirigimos al auto. El aire fresco de la noche golpeó mi rostro en cuanto cruzamos las puertas del club, un contraste bendito contra el ambiente viciado y cargado de humo y perfumes baratos que dejábamos atrás.
El valet trajo el coche de Damián, una máquina negra y elegante que brillaba bajo las luces de la calle. Damián, como siempre, se adelantó para abrirme la puerta del copiloto. No hubo sonrisas fingidas esta vez, solo un gesto cortés y una mirada breve que parecía decir: "Ya casi llegamos, aguanta un poco más".
Me dejé caer en el asiento de cuero, sintiendo cómo el material frío me abrazaba. El sonido de la puerta cerrándose fue definitivo, aislándonos del ruido de la música lejana y de las risas de la gente en la acera. Estábamos en nuestra propia burbuja.
Damián rodeó el auto, se subió y arrancó el motor. El vehículo cobró vida con un ronroneo suave y potente. Sin decir una palabra, maniobró para salir del estacionamiento y nos incorporamos al tráfico de la ciudad, rumbo al