Lo miré fijamente, su súplica, no dejes que nada le pase, colgando en el aire pesado del estudio, mezclándose con el olor a vino fuerte y madera vieja. Su vulnerabilidad era un arma. Me estaba entregando, a mí, a un extraño que fingía ser el novio, la cosa que él más valoraba.
Me incliné hacia adelante, dejando mi vaso en el escritorio. Apoyé los codos en mis rodillas, adoptando una postura de absoluta seriedad.
—Con todo respeto, señor Carson —dije, mi voz baja pero firme, cortando el silencio—. Mientras Adeline piense que su novio soy yo, mientras su memoria se recupere, pienso cuidarla.
Sus ojos, viejos pero increíblemente agudos, no se apartaron de los míos.
—No pienso dejar que le pase nada malo bajo ninguna circunstancia. Tiene mi palabra, señor Carson.
El anciano asintió. Fue un movimiento lento, casi imperceptible. Su expresión seguía tensa; la preocupación no se había borrado de las arrugas alrededor de sus ojos. Seguía preocupado.
Pero por los momentos, esto era todo lo que