ROJO Y CARNOSO

Me senté en el asiento del copiloto sin ajustar el respaldo, rígida como si el aire que me rodeaba se hubiese cristalizado. Afuera, el cielo cambiaba: el rosa del amanecer se iba desvaneciendo hacia un azul líquido, casi translúcido, como si el día intentara limpiar con delicadeza las heridas de la madrugada.

Mi muñeca dolía. No era intenso, pero sí persistente… un recordatorio de que algo se quebró dentro de mí, esta mañana. No solo por Rolando, ni mi decisión de renunciar. Dentro de la camioneta, el calor era suave, como una caricia tibia en contraste con el incendio que aún palpitaba en mis pensamientos. El murmullo del motor apagado mezclado con los ecos de lo que acababa de ocurrir me mantenían en un estado brumoso, entre la incredulidad y la gratitud.

A través del parabrisas lo vi. Adrien reaparecía entre las columnas del estacionamiento, caminando con su maleta al hombro y el teléfono pegado al oído. Su rostro, normalmente sereno, ahora era un torbellino de expresiones: desagr
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