SU COMPAÑERA

—No soy suya —dije, esta vez más alto—. Y no tiene derecho a seguirme ni a tocarme.

—Camelia… —susurró, me miró como si no entendiera mi idioma. Su voz temblaba, no de tristeza, sino de rabia. Y eso me asustó más que el contacto físico.

Me disponía a gritar cuando la puerta de la habitación sonó al abrirse y reveló la figura de un hombre que entraba en la habitación. Al mirarle, mi acelerado corazón comenzó a relajarse Adrien entró observándonos con una macabra sonrisa que nunca imaginé en su rostro casi angelical, helando mi sangre. Casi de inmediato una gran tensión se adueñó de la habitación y fue mi nuevo jefe el primero en hablar.

—¿Interrumpo su conversación con mi compañera? —exclamó Adrien, con una voz gélida, provocándome un estremecimiento.

—¿Su compañera? —Rolando sopesó las palabras, y con la cabeza baja intentó explicarse—. La señorita Camelia salió apresurada de la oficina y no me dio tiempo de explicarle que podía retener la habitación hasta las once de la mañana, señor Giuseppe.

El encargado aflojó su agarre, pero no retrocedió. Aún con mi muñeca entre sus dedos, parecía no entender cómo la escena giró en su contra tan rápido.

—Esto no es asunto tuyo —espetó él.

—¿No? —Adrien dio un paso al frente—. Tocar sin permiso a una mujer claramente incómoda… por supuesto que es asunto mío.

Sus ojos brillaban, pero esta vez no con ternura. Vi en ellos algo primitivo, protector… y, por un instante, una sombra que no supe descifrar. Rolando retrocedió un paso, como si sintiera lo mismo.

—No quise incomodarla —murmuró, soltándome al fin.

Yo no dije nada. Aún respiraba agitada, pero mis piernas apenas y me sostenían.

—¿Para eso es necesario que le apriete la mano? Un comportamiento bastante atrevido hacia una trabajadora. ¿Acostumbra usted a acosar a sus empleadas de esta manera? —Adrien habló con una voz tan tranquila, que era más aterradora que cualquier grito—. Me parece que tendré que conversar con Alexander sobre su manera de tratar al personal. Has cruzado un límite, Rolando y será mejor que te vayas —ordenó Adrien, sin subir el tono.

Y lo increíble fue que Rolando le obedeció.

La puerta se cerró con un clic seco, pero el eco pareció quedarse flotando en la habitación, como una advertencia sorda.

—¿Estás bien? —preguntó Adrien, apenas en un susurro.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi voz. Por primera vez, me permití temblar. Un estremecimiento sutil me recorrió desde la nuca hasta los dedos de los pies.

El aire parecía congelado entre nosotros. Adrien se detuvo a escasos pasos, con la mirada fija en mi muñeca aún enrojecida. Su respiración era tranquila, pero había una vibración en su presencia… como si contuviera una tormenta detrás de esos ojos verdes que ahora no ofrecían refugio, sino fuego en su estado más salvaje.

Extendió su mano hacia mí. No hice ademán de tomarla, pero tampoco retrocedí. Exhaló con fuerza, como si todo el veneno que había contenido se escapara al fin de sus pulmones. La rabia en él no me asustaba. Era lo que no me decía lo que me apretaba el pecho.

—Lamento que hayas pasado por esto —susurró—. Nadie debería tener que soportar algo así. Y tú menos que nadie.

Esas palabras hicieron que mi garganta ardiera. Por un instante, deseé llorar. No de tristeza, sino de alivio. No por lo que ocurrió, sino porque alguien, por fin, pronunció en voz alta lo que tantas veces quise que alguien me dijera.

—Gracias —susurré, y sentí que esa palabra era demasiado pequeña para todo lo que quería decirle.

Él levantó la vista lentamente y su expresión cambió. Volvió a ser el Adrien que cenó conmigo bajo la luz de las velas, el que me sonreía con ternura y reía con una calidez infinita. Ese que me ofrecía ceviche entre bromas y contemplaba al mar como si pudiera hablarle.

—¿Quieres que te ayude con tu maleta? —preguntó con suavidad, como si lo anterior no nos hubiese atravesado como un rayo.

Asentí, sin palabras. Me concentré en caminar y empezar a soltar todo ese pánico que se acumuló en mi pecho. Las palabras se me quedaban pequeñas. Mi salvador tomó todo mi equipaje. Me indicó que lo siguiera, y lo hice.

Ya en el estacionamiento, mientras acomodaba mis cosas, Adrien rompió el silencio:

—¿Estás bien? —preguntó con una mirada oscura.

—Sí. Gracias por defenderme. Yo… lo siento.

—No tienes por qué disculparte —interrumpió con dulzura, aunque sus ojos brillaban con sombras—. Tú no hiciste nada malo. Ese canalha…

El término se le escapó como un latigazo en otro idioma, y luego suspiró, como si se arrepintiera de mostrar esa ira frente a mí. Me tendió las llaves de su camioneta y se bajó del asiento del conductor.

—Espérame dentro, así el sol no te agobia. Voy por mis cosas.

Lo observé alejarse. Su andar era elegante, casi felino. Y yo, en ese instante, sentí una punzada contradictoria: gratitud y temor. Calidez y desconfianza. No pude evitar pensar que él era tan lindo, tan dulce, tan perfecto… y no existía nadie perfecto, debía tener cuidado. Hoy vi su lado aterrador, quizás yo estaba jugando con fuego al lado de un psicópata con cara de ángel.

Hoy descubrí que Adrien tenía un lado oscuro. Y no sabía si eso me alejaba… o me atraía aún más. Lo que estaba viviendo… ya era inolvidable. Aunque no hubiese amor de por medio o un juntos para siempre, serían unas vacaciones inolvidables y un dulce adiós.

Y si debía arder para sentirlo, entonces que ardiera.

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