Luego de recibir esas palabras que aún ardían dulces en mi pecho, y ese masaje lento, casi reverencial, con el bloqueador de aroma cítrico y cedros —como si su piel se hubiera fundido con la fragancia— sentí que mi cuerpo se rendía por completo.
El sol comenzaba a descender, suavizando los bordes del paisaje con un dorado tenue. Adrien permanecía a mi lado, con los ojos entrecerrados, como si soñara despierto. Yo fingía dormir también, pero mi mente no se había rendido.
No eran sus caricias lo que me mantenía en vilo, sino lo que no decía. Porque algo en su voz, en esa manera de convertir las palabras en metáforas dulces, me dejaba un sabor inquietante. Como si cada frase escondiera otra intención, como si la ternura fuera apenas un envoltorio.
Y sin embargo… me quedé. Me acomodé en su sombra. Me di cuenta de que no era solo placer lo que me temblaba bajo la piel. Era algo más, algo parecido al miedo o a la fascinación por lo desconocido.
Y en ese instante, donde el cielo viraba de az