C5 -¿TÚ?

C5 -¿TÚ?

Rachel detuvo el auto frente a la mansión sin pensarlo demasiado. Abrió la puerta con fuerza y subió las escaleras de dos en dos, con una determinación que no había sentido en años.

Durante el camino había tomado una decisión: se mudaría. Porque si iba a reconstruir los pedazos de su vida, lo haría cuanto antes. Ya no tenía sentido seguir viviendo entre recuerdos podridos.

Entró en la habitación y fue directo al armario. Abrió las puertas de golpe y comenzó a sacar la ropa con rapidez, doblando algunas prendas y lanzando otras sobre la cama. No lloraba. Ya no. Ahora cada movimiento era preciso, mecánico, como si su cuerpo actuara por pura supervivencia.

Pero al abrir la última gaveta, algo se deslizó hacia el suelo. Se agachó y lo recogió: era una pequeña caja forrada en terciopelo blanco. Al abrirla, encontró el prendedor que había usado el día de su boda con John: un broche con las iniciales de ambos grabadas en oro.

Se quedó quieta, observándolo entre sus dedos, y por un instante los recuerdos la arrastraron sin pedir permiso.

Ella había amado a John desde que tenía memoria. Sus familias eran amigas desde siempre, y ella creció viéndolo como el hombre perfecto: inteligente, encantador, inalcanzable. Mientras otras niñas soñaban con cuentos, ella soñaba con él. Pero para John, Rachel nunca fue más que la "amiga de la familia".

Así que durante años intentó que la mirara de otra manera. Se arreglaba, se esforzaba, buscaba excusas para coincidir con él, pero nunca fue suficiente. Hasta que un día, cuando John atravesaba una mala etapa y bebió más de la cuenta, sus caminos se cruzaron de forma irreversible. Aquella noche terminó en su cama, y cuando amaneció, ya nada volvió a ser igual.

Los padres de John los descubrieron, la noticia corrió rápido y el escándalo obligó al matrimonio. Pero él jamás se lo perdonó; en cambio, la culpó de todo: de haberlo atado, de arruinarle la vida, de ser su desgracia. Y cada día de ese matrimonio lo escuchó repetir que ella lo había engañado, que su "obsesión" lo había condenado.

Pero… ¿y sus sacrificios? ¿Sus noches en vela cuidando a su hija? ¿Las veces que aguantó el desprecio, solo por amor? Nadie los vio, o nadie quiso verlos.

Rachel apretó el broche con fuerza hasta que el metal le lastimó la mano, y una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. Luego caminó hacia la papelera y lo arrojó sin dudar.

—Siempre me culpaste de todo… —susurró con voz helada—. Me culpaste de que ella te dejara, de que tu vida no fuera la que soñaste. Pero ¿qué pasaría si supieras la verdad? ¿Si todos supieran tu verdad?

Guardó silencio unos segundos, observando el broche entre la basura, y luego retomó su tarea. Terminó de llenar la maleta, cerró el cierre con fuerza y tomó aire. No sentía tristeza, solo una calma extraña, una frialdad que le daba fuerza.

Salió del cuarto con la maleta en mano y bajó las escaleras. Las empleadas que estaban en la entrada se quedaron mirándola sorprendidas. Una de ellas, la más antigua, se atrevió a dar un paso al frente.

—¿Señora… se va de nuevo de viaje?

Rachel la miró con frialdad; sus ojos, secos, ya no tenían la amabilidad de antes.

—No, me voy definitivamente —respondió—. Y no necesito tu falsa cortesía. Tú y las demás sabían lo que pasaba aquí, y se quedaron calladas. Y para mí, eso tiene un nombre: deslealtad.

La mujer bajó la cabeza sin responder, y las otras hicieron lo mismo. Rachel las observó a todas, una por una, hasta que el silencio se volvió incómodo.

—Al menos me alegra saber que ya no tendré que verles las caras nunca más —dijo antes de girar hacia la puerta.

Afuera, el aire de Londres la golpeó en el rostro, pero no le importó. Caminó hasta su auto, abrió el maletero y guardó la maleta. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que respiraba por voluntad propia.

Poco después llegó al viejo departamento que había ocupado antes de casarse. El lugar estaba cubierto por una fina capa de polvo, pero seguía siendo suyo. Dejó las llaves sobre la encimera y la maleta junto al sofá. No había muebles, ni recuerdos, solo silencio.

Se quedó de pie unos segundos, mirando alrededor, y a pesar de lo vacío, se sintió extrañamente en paz. Porque ese lugar representaba lo que era antes de todo: una mujer con sueños, sin miedo y sin cadenas.

Pero necesitaba despejar su mente, así que caminó sin rumbo, intentando procesar todo lo que había pasado. Sin embargo, el sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. Respondió sin mirar la pantalla.

—¿Bueno?

—Rachel… soy Kate —respondió una voz dudosa al otro lado de la línea—. Necesito saber si estás completamente segura de lo que me pediste. Es una decisión grande.

Rachel bajó la mirada y apretó el teléfono; su pecho se encogió, pero no dudó. Le dolía, sí, pero no podía seguir viviendo de rodillas. Además, no era que fuera a alejarse permanentemente de Melody; solo necesitaba sanar para ser la madre que su hija merecía.

—Sí —respondió al fin—. Estoy segura.

Kate guardó silencio unos segundos antes de soltar un suspiro.

—Está bien… entonces mañana mismo introduzco la demanda. En cuanto esté lista, enviaré las copias a John —dijo con suavidad—. Y Rachel, recuerda que somos amigas. Voy a apoyarte en todo lo que decidas, ¿de acuerdo?

Rachel asintió, aunque sabía que Kate no podía verla.

—Gracias.

—Descansa, Rachel —dijo la abogada antes de colgar.

Pero ella se quedó mirando un punto fijo en la oscuridad, y su mente la llevó a preguntarse cómo reaccionaría John.

—Solo espero que no te opongas… —murmuró—. Después de todo… me lo debes.

Respiró profundo, intentando liberar la tensión, pero entonces escuchó algo. El grito de una mujer la hizo girar la cabeza, y a unos metros una niña corría hacia la calle detrás de una pelota, sin notar el auto que se acercaba a toda velocidad.

Rachel no pensó, solo actuó. Corrió con todas sus fuerzas y, en el último segundo, se lanzó hacia la niña, rodando con ella fuera del camino. El golpe la hizo caer contra el asfalto, y el auto frenó con un chirrido a pocos metros.

Rachel jadeaba, con el brazo raspado y un hilo de sangre bajándole por la frente. La niña la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Estás bien? —le preguntó, agitada, revisándola con las manos.

La niña asintió, todavía en shock. Tenía el cabello rubio, más claro que el de Melody, y unos ojos azules enormes y brillantes.

Pero antes de que Rachel pudiera decir algo más, dos hombres vestidos de negro se acercaron corriendo, con expresión de pánico.

—¡Niña Leah! —gritó uno de ellos.

Rachel se incorporó con esfuerzo, sujetando a la pequeña de la mano, mientras la sangre goteaba desde su frente, pero su mirada era firme y severa.

—¿Son sus guardaespaldas?

Ambos asintieron, aún sin aliento.

—Pues deberían avergonzarse, por poco la atropellan. ¿Qué clase de incompetentes dejan que una niña cruce sola la calle?

Los hombres bajaron la cabeza, nerviosos, sin atreverse a replicar. Y de pronto, otra voz habló detrás de ellos.

—Tiene razón. Serán despedidos.

Rachel levantó la vista, aún sosteniendo a la niña, y su respiración se detuvo.

—T-t… —susurró, petrificada—. Tú…

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