C3 -PEDIRÉ EL DIVORCIO.
Rachel cerró la puerta del baño y apoyó la espalda contra ella. Todo su cuerpo temblaba y la respiración le salía entrecortada; sentía como si tuviera una piedra atascada en la garganta. Caminó hacia el espejo, encendió la luz y se quedó mirando su reflejo.
La mujer frente a ella parecía una extraña. Sus ojos verdes, antes llenos de vida, ahora estaban apagados; su cabello, opaco y sin forma; su piel, pálida, marcada por noches de insomnio. Era una sombra de lo que alguna vez fue. Y mientras se observaba, las palabras de John golpeaban su mente sin piedad: "Tú me obligaste a este maldito matrimonio… Eres tú la que nunca está bien, Rachel… ¿Y pretendes que Melody quiera estar contigo así? Por Dios, no la culpes por eso."
Cada frase la partía en dos, tanto que se llevó las manos al rostro y, finalmente, se rompió. Se dejó caer y lloró hasta quedarse sin aire. En ese momento, el llanto se volvió un desahogo desesperado, un torrente de todo lo que había callado por años: la soledad, el miedo, el rechazo. Pero la imagen de su hija prefiriendo a otra mujer le perforaba el alma.
«¿Qué hice mal?», pensó una y otra vez, buscando una respuesta que no existía.
Después de un largo rato, el cuerpo se le quedó sin fuerzas. Se recostó contra la pared, exhausta, y miró un punto fijo en el piso. Respiró hondo, intentando calmarse, y entonces surgió la determinación.
—No voy a perder a mi hija… no ante una extraña.Con ese pensamiento, se obligó a ponerse de pie. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y salió del baño. Caminó hasta la habitación de Melody; entró despacio, dejando que la claridad tenue del pasillo alumbrara el interior.
La niña dormía profundamente, abrazada a su peluche favorito. Rachel se sentó en el borde de la cama, observándola en silencio, y le acarició el cabello con ternura.
—Perdóname, mi amor… —susurró—. Perdóname por enfermarme, por estar lejos, por no saber ser fuerte. Pero mamá se va a recuperar… lo prometo.Las lágrimas volvieron a caer, una tras otra, y se inclinó hacia ella para besarle la mejilla.
—No quiero perderte, Melody. Eres todo lo que tengo.Sonrió con tristeza y se apartó despacio, sin despertarla. Cuando estaba por levantarse, una luz parpadeó a su lado. El iPad de Melody se encendió sobre la mesita; lo tomó con cuidado y en la pantalla apareció una notificación: un mensaje de Isadora.
Su estómago se contrajo, pero lo abrió de inmediato.
Isadora: "Hola, princesa. Gracias por el fin de semana, la pijamada fue maravillosa. Me encanta verte reír tanto, eres una niña increíble y prometo que pronto repetiremos, ya tengo lista la peli que te gustó ❤️."
Rachel se quedó inmóvil. Esas palabras parecían dulces, casi maternales, pero entre líneas sintió algo más: una invasión, una intromisión en el único vínculo que le quedaba.
Fue entonces cuando abrió la galería de fotos sin saber por qué; quizás necesitaba confirmar el daño, y lo que vio la destrozó.
Había decenas de fotos: Melody abrazando a una mujer joven, de unos veintitantos, con una sonrisa radiante. Y ella tenía el mismo brillo que recordaba haber tenido a esa edad, cuando se casó con John. En una imagen, ambas llevaban pijamas iguales, de color rosa con unicornios, y reían.
Su hija nunca reía con ella.
Rachel pasó a la siguiente y luego a otra, y las lágrimas comenzaron a caer sobre la pantalla, emborronando la luz. Porque cada imagen era un golpe más: fotos en el parque, en una heladería, en la playa.
Pero la última la dejó sin aire.
Era Melody en la cama de su matrimonio, envuelta entre las sábanas blancas que ella misma había comprado, sosteniendo una taza de chocolate caliente mientras Isadora estaba a su lado, haciéndole una trenza y riendo como si aquella casa le perteneciera.
Obviamente, la foto la había tomado John, y ella había estado allí. En esa casa. En su casa.
Dolor, ira, despecho… todo se mezcló, y por un instante creyó que iba a desmayarse. Pero, en cambio, apretó el iPad con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
Ese era su hogar. Su hija. Su lugar. Y se lo estaban arrebatando, lentamente, sin que ella se diera cuenta.
Se cubrió la boca para no sollozar, pero un gemido se le escapó. Tras varios segundos, se obligó a respirar. Cerró los ojos y se secó las lágrimas.
—No voy a permitir que me la quiten —susurró—. No voy a perder a mi hija.Dejó el iPad sobre la cama, se levantó y se acercó a la puerta. Se giró una última vez para mirar a Melody, que dormía tranquila, ajena a todo, y Rachel sonrió débilmente.
—No puedo perderte, mi amor... dame una oportunidad.[*]
La mañana siguiente, Rachel se levantó antes que el sol. Había pasado la noche casi sin dormir, con la mente llena de imágenes, promesas y una sola idea fija: recuperar a su hija. Se colocó el delantal y comenzó a preparar panqueques con forma de corazón, los preferidos de Melody. La cocina olía a vainilla y mantequilla derretida. Y por primera vez en semanas, el ambiente no era frío, sino cálido, casi familiar.
Mientras vertía la mezcla en la sartén, imaginaba la sonrisa de su hija, aquella que hacía que todo valiera la pena. Quiso creer que las cosas podían volver a ser como antes, que con amor bastaría.
Entonces, escuchó los pasos pequeños en el pasillo y se giró justo cuando Melody entró al comedor, arrastrando su mochila. Tenía el cabello recogido y el mismo aire distraído de siempre. Se sentó frente a la mesa sin decir una palabra. Rachel le sirvió un plato con cuidado, sonriendo con dulzura.
—Mira, cielo, los hice con forma de corazón. Son tus preferidos.Melody bajó la vista.
—No tengo hambre —dijo cortante.Rachel se quedó quieta, aún con la espátula en la mano. Su sonrisa vaciló, pero no se rindió; en cambio se acercó un poco más.
—Solo pruébalos, cariño. Están calentitos… les puse un poco de miel, como te gusta.Pero la niña negó con la cabeza, sin mirarla.
—No quiero, ya estoy grande para eso. Ahora como sándwich de pavo.Rachel sintió cómo se le apretaba el pecho, pero disimuló con una risa nerviosa.
—Está bien, entonces… —intentó decir, buscando una forma de acercarse, de no rendirse.Sin embargo, John, que estaba en la mesa leyendo el periódico, suspiró pesadamente y, sin levantar la vista, soltó:
—Déjala, Rachel. No fuerces las cosas.La voz seca de su marido cortó el aire, y ella lo miró por un instante, pero él no le devolvió la mirada. En eso, llegó el chofer y Melody se levantó de la silla sin decir nada, tomó su mochila y se acercó a su padre.
—Adiós, papi —dijo, besándole la mejilla.
John le sonrió y le acomodó un mechón de cabello. Mientras tanto, Rachel observaba la escena con los ojos vidriosos. Esperó, con ilusión, que su hija también se despidiera de ella. Pero Melody solo se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, sin mirarla, sin decir nada.
Entonces, John dobló el periódico, se levantó y la miró por fin.
—Hoy mismo hablaré con los abogados —dijo sin rodeos—. Ya no tiene sentido seguir alargando este infierno.La mente de Rachel tardó unos segundos en procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Divorcio?—Sí —respondió él con frialdad—. Lo sabes tan bien como yo. Esto se acabó hace mucho.