Valentina se detuvo en seco.
¿Adrián… muerto?
Puerto Viejo, Costa Este. Panteón familiar.
Valentina se plantó frente a la lápida de granito negro, mirando fijamente la foto de aquel hombre de traje, con ceño frío y severo. Su expresión era indescriptible.
Jamás pensó que, medio año después de aquella despedida, ya no tendría otra oportunidad de verlo en vida.
A su lado, su madre adoptiva la observaba en silencio antes de murmurar:
—Valentina, ¿me culpas? Aquella vez vinieron desde Chicago, dijeron que Adrián tenía cáncer y que solo aceptaría el trasplante si tú le dabas un hijo.
—Pero como dijiste que no querías saber nada de él, fui yo quien bloqueó el mensaje… Si me culpas, que sea a mí.
Valentina volvió en sí y esbozó una leve sonrisa.
—Mamá, no lo pienses. Que viviera o muriera era su elección, no mi deuda.
Su madre vaciló, luego preguntó en voz baja:
—¿Y si te lo hubiera contado?
—Tampoco lo habría ayudado —lo interrumpió Valentina con calma.
—La vida es suya, no una cadena para a