El reloj del vestíbulo marcaba las nueve y media de la noche cuando Kenneth Jenkins salió del hotel Campbell.
La lluvia había comenzado a caer otra vez, una llovizna fría, persistente, que parecía empeñada en limpiar el aire de todo rastro de humanidad.
Caminaba deprisa hacia su coche, con el cuello del abrigo levantado y el corazón latiendo con una incomodidad que no lograba disimular.
Había tenido días peores.
Eso se repetía mientras abría la puerta del vehículo y encendía el motor.
Pero por alguna razón, las palabras de Lucy Monroe seguían clavadas en su cabeza, como astillas imposibles de arrancar.
> “Si son capaces de enviar a su hijo a la cárcel, ¿qué no estarán dispuestos a hacer contigo?”
Durante los primeros minutos trató de reírse de aquello.
Lucy era una mujer desesperada, dijo para sí. Y la desesperación siempre llevaba a decir estupideces.
Pero cuanto más pensaba en ello, menos le sonaba a estupidez.
Jenkins había trabajado con muchas familias poderosas, demasiadas qui