La camilla irrumpe en el quirófano como un rayo. El pitido del monitor es irregular, caótico, como si el propio corazón de Elle Monroe hubiera decidido rendirse a destiempo.

Lucy corre al lado de la camilla, con los ojos vidriosos, la respiración cortada y los dedos crispados en el metal frío.

Sawyer da órdenes rápidas, con la voz firme, autoritaria, la de un cirujano que no puede permitirse titubear ni un segundo.

—¡Necesito un acceso venoso de calibre 16, ya! —grita sin mirar a nadie en particular.

—Sat 78, presión cayendo —anuncia una enfermera con tono tembloroso.

—Preparen carga de amiodarona, 300 miligramos, en bolo intravenoso —añade Sawyer, sin perder el ritmo.

Lucy se siente atrapada entre dos mundos: el de la hija desesperada y el de la residente que sabe exactamente lo que está ocurriendo.

Su mente le repite los pasos, los algoritmos de la reanimación avanzada, pero su corazón la ahoga, le impide respirar.

—Sawyer… —susurra, con la voz rota.

Él no la mira. Si lo hiciera,