Isabella lo siente.
Desde el primer instante en que Alexander cruza la puerta de su apartamento, sabe que algo cambió.
No es algo que diga. No hay un gesto brusco, ni una palabra hiriente.
Es la forma en que evita su mirada.
La rigidez en sus hombros cuando ella se acerca.
La forma en que sonríe... pero no llega a sus ojos.
El dolor la golpea con la fuerza de una ola helada.
Su instinto le grita que algo anda mal, pero no sabe qué.
Acaricia la cabeza de Gael mientras él juega en el suelo con sus bloques de colores, intentando no demostrar lo que siente.
Alexander está allí, sentado en el sofá, fingiendo una normalidad que ninguno de los dos logra sostener.
—¿Tuviste un mal día? —pregunta Isabella, su voz tan suave como el roce de una pluma.
Él tarda un segundo demasiado largo en responder.
—Un poco —dice finalmente, sin mirarla.
Isabella fuerza una sonrisa.
No insiste. No ahora.
No cuando el aire entre ellos es tan frágil que un suspiro podría hacerlo añicos.
Las horas avanzan, pesada