Ecos en la calma

El sol entra tímido por las cortinas, pero no calienta. No en el pecho de Isabella, que se ha convertido en una fortaleza fría.

Desde el sillón del salón, observa la taza de café humeante sobre la mesa sin atreverse a tocarla.

Lleva horas así. Minutos convertidos en siglos. Silencios en los que todo parece normal, y sin embargo, nada lo está.

La ciudad bulle al otro lado de la ventana. Autos, voces, bocinazos. La vida sigue.

Pero dentro de ella, algo está roto. Algo que ni siquiera el amor más sincero podría reparar por completo.

Alexander entra en la habitación en silencio, como si no quisiera perturbarla. Lleva una camisa arrugada y ojeras marcadas, evidencia de las noches sin descanso desde que todo estalló. Se sienta a su lado, sin decir nada al principio. Solo la observa.

Isabella mantiene la vista fija en su taza. El vapor le empaña los ojos, pero no llora.

—No tienes que quedarte —murmura de repente, con la voz baja.

Alexander entrecierra los ojos.

—¿A qué te refieres?

—Ya li
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