Finalmente, sentía que podía respirar con normalidad. Habían pasado varias horas desde que los niños nacieron, pero seguía sintiéndose débil, aunque un poco más recuperada.
Se encontraba recostada en la cama, a la espera de las visitas que sabía, no tardarían en llegar, aunque lo menos que tenía era ganas de ver a alguien.
La puerta se abrió entonces con suavidad y pudo ver a sus hermanos, asomándose.
Se obligó a sonreír.
Siempre era bueno verlos.
—¿Lista para recibir visitas? —La voz de Mateo era cálida, como siempre.
—Adelante —los animó a entrar.
Los trillizos entraron uno tras otro: primero Mateo, con esa energía radiante que nunca se apagaba, aunque hoy parecía más contento que de costumbre; luego Damián, más reservado, pero con una mirada llena de ternura, y, algo más, algo oculto; por último, entro Arturo, quien la observaba con el mismo cuidado que cuando eran niños y ella lloraba por alguna travesura.
—No tienes idea de cómo ha estado todo en casa —comentó su hermano Ar