Los nudillos de Fiona se pusieron blancos mientras golpeaba la pantalla de su teléfono, marcando por décima vez. Cada tono sin respuesta iba acompañado de una oleada de pánico.
Cuando intentó llamar una vez más, del otro lado de la línea solo escuchó decir: —El número marcado actualmente está...
—¡Maldita perra! —Su grito rompió el silencio de la enfermería, dispersando a los visitantes cercanos como pájaros asustados.
Esa patética Emma, la rata que nunca se defendía, de alguna manera la había superado.
Su respiración era corta y agitada.
Sin el dinero, David revelaría todo: los registros médicos falsificados; los medicamentos “accidentalmente” intercambiados; la noche en que vio al abuelo de Emma ahogarse con su agua y no hizo nada.
Luego, pensó en su salvación: Kane y Luke, sus fieles títeres.
Limpiándo su rostro dominado por la furia, Fiona volvió a ponerse su máscara de fragilidad cuidadosamente elaborada y llamó un taxi.
Veinte minutos después, la puerta de la enfermería se abrió