Martín no se movió.
—Pegame si querés —le dijo con una serenidad que descolocaba—. Pero eso no va a cambiar los hechos.
—¡No tenés idea de lo que estás diciendo! —rugió Javier.
—Sí la tengo —replicó el abogado, dando un paso adelante—. Y tengo claro también que no te duele haberla perdido, te duele haber perdido el control. Sam no es un trofeo, Javier, no es una empresa ni un proyecto para manejar. Ella es una gran mujer.
El ingeniero apretó los dientes hasta que le crujieron las mandíbulas.
—¡No te atrevas a hablar de ella!
—¿Y por qué no? —lo desafió Martín, alzando la voz por primera vez—. Si fuiste vos quien la hizo dudar de su propio valor, quien la empujó a desconfiar del amor. ¿Qué esperás que haga, que vuelva a vos como si nada?
—¡Ella es mi esposa! —vociferó Javier, golpeando la pared con el puño.
—Era —corrigió Martín con frialdad—. Y vos la perdiste el día en que se hartó de tus humillaciones.
El silencio que siguió fue brutal. Javier bajó la mirada, respirando agitadamente