Las puertas automáticas del supermercado se abrieron con un leve zumbido, dejando entrar la brisa fresca de la primavera. Sophia no había notado cuánto extrañaba la luz del sol hasta ese momento. Había pasado tanto tiempo refugiándose en su nuevo apartamento que cualquier salida, por mundana que fuera, se sentía extrañamente significativa.
Empujó el carrito por los pasillos, revisando su lista mental mientras sus dedos rozaban los productos en los estantes. Té negro, canela, almendras. El departamento ya no olía extraño, pero todavía le faltaba algo. Un aroma propio. Un sello que lo hiciera suyo.
Giró en la esquina del pasillo y, de repente, lo vio.
Gabriel.
Estaba de pie frente a la sección de especias, sosteniendo un frasco de comino en una mano y otro de cardamomo en la otra, con el ceño fruncido. Se veía más relajado que la última vez que lo había visto, cuando todo se derrumbaba. Llevaba una camisa azul remangada hasta los codos y un aire despreocupado que le resultó casi ajeno.