Gabriel frunció apenas los labios cuando Sophia le mostró el libro firmado. No fue una mueca escandalosa, ni una escena de celos. Fue algo más sutil: un cambio mínimo en la comisura de la boca, como si la sonrisa se le hubiera desajustado por un segundo. Sophia lo notó al instante.
—¿Lo conoces personalmente? —preguntó él, casi con descuido, mientras hojeaba la dedicatoria.
—Sí. Nos conocimos en una feria literaria hace años. Es amigo de mi editor. Siempre me manda sus libros firmados —respondió ella, con tono neutro, sin necesidad de justificar nada.
Gabriel asintió y le devolvió el ejemplar. No hizo más preguntas. Se recostó en el sillón con su copa de vino, como si el asunto no tuviera importancia. Pero Sophia sabía leerlo. Sabía cuándo su silencio era amable y cuándo era filoso. Esta vez era lo segundo. Había un pliegue nuevo en su frente, una tensión mínima en la mandíbula. No le gustaba que otros hombres le escribieran dedicatorias personales a su “novia”.
Solo que ella no era s