—Está bien —cedió Phillip, con el tono derrotado de quien firma una tregua que no desea—. Pero si veo que no puedes más, te saco sin preguntar.
Ninguna palabra más.
Thomas asintió una vez, sin mirarlo.
El resto del equipo ya marchaba hacia el campo como una marea disciplinada, rompiendo la bruma invisible de tensión que aún flotaba en el pasillo. Los tapones de aluminio resonaban como los chasquidos de un látigo. El rostro de Thomas, sin embargo, tenía el tono opaco de los hombres que caminan al patíbulo.
Phillip no lo siguió con la mirada. Ni siquiera cuando pasó por su lado.
Se limitó a girar sobre sus talones y regresar a la cabina, con los hombros cargados como quien lleva un secreto que empieza a doler. El primer trayecto hacia la cabina fue recorrido en silencio casi sepulcral, pero muy pronto la tensión hizo su jugada.
—Te equivocaste —dijo Taylor en cuanto cerraron la puerta—. Tendrías que haberlo sacado.
Roger resopló, cerrando la libreta con fuerza.
—Ya está hecho.
—¡Pero es