Sophia no pensó. No podía.
Su cuerpo se había lanzado solo, por instinto, como un latido desesperado que le impulsaba a atravesar el campo a pesar del barro, a pesar del miedo, a pesar de la ley.
Corría, y lo único que sentía era la punzada de cada paso bajo sus pies, el látigo helado de la lluvia, y esa voz en su cabeza que gritaba: No lo dejes solo. No otra vez.
—¡SOPHIA! —bramó Castor desde atrás—. ¡ESPERA!
Pero ya era tarde. La figura de Gabriel seguía encorvada sobre Thomas, como un cuervo sobre un león herido.
Y ella… ella no iba a permitir que lo devorara.
El barro la hizo resbalar. Cayó con una rodilla al suelo, se manchó la palma, se empapó la blusa. No le importó. Se levantó de inmediato y siguió corriendo.
«Si voy presa, que sea por hacer lo correcto», pensó, irónicamente, con una rabia palpitante en el pecho.
Desde el borde del campo, Xavier miraba la escena como si la lluvia se hubiera transformado en metralla.
La silueta de su padre seguía inmóvil. Y Sophia… corriendo ha