La luz del televisor parpadeaba en la sala como si fuera una chimenea moderna, lanzando reflejos cálidos que bailaban sobre las paredes y los rostros de quienes estaban en el sofá. El Padrino avanzaba con lentitud ceremoniosa, envolviendo todo con su atmósfera densa y elegante. Las cajas de pizza abiertas despedían aún un aroma persistente a queso derretido y albahaca. Dos latas de cerveza, una vacía y otra a medio terminar, servían como testigos de una velada que, en apariencia, transcurría sin sobresaltos.
Sophia estaba sentada en un extremo del sillón, con las piernas cruzadas, una manta liviana sobre las rodillas. Rex, su perro, dormía a sus pies, en un abandono total, con el hocico sobre el suelo y las patas extendidas.
Gabriel se acomodó más cerca. Llevaba rato midiendo sus movimientos, como quien calcula un salto sin saber si hay red abajo. En un momento, sin previo aviso, deslizó su brazo por detrás del respaldo, hasta quedar detrás de la cabeza de Sophia. No la tocó, pero dej