El ramo de flores era impecable. Lirios blancos y azucenas en una envoltura de papel kraft, con un hilo rústico atado con falsa torpeza. Gabriel lo sostenía con una sonrisa pulida, de esas que parecen haber sido practicadas frente al espejo más de una vez. Vestía una camisa azul remangada, un perfume cítrico imperceptible y el tono justo entre galantería y familiaridad.
—Pasaba por aquí y me dije: “¿Qué mejor que empezar el día con flores?” —dijo, como si la noche anterior no hubiese terminado con un portazo.
Sophia lo miró desde el marco de la puerta, sin dejar de secarse las manos con el repasador. Lo escuchaba, sí, pero algo en su cuerpo ya no respondía como antes. Una parte de ella —tal vez la más antigua, la que aprendió a sobrevivir sin molestar— sonrió por cortesía.
—Gracias. Son lindas —dijo, y las recibió sin tocarlo a él. Sophia le dio la espalda y entró.
Gabriel caminó dos pasos hacia el comedor, entendiendo de que le habían permitido el acceso, y dejó una bolsa sobre la me