El cielo estaba teñido de colores cálidos y románticos. Rosa, rojo, amarillo, anaranjado. Completamente distinto al humor de Thomas. Gris, opaco, sin promesas. El pasto del campo de juego del club era blando y suave bajo los botines corales que usaba. Thomas corrió una vuelta más, solo. Ni un ayudante, ni un kinesiólogo. Solo él, el campo vacío y el dolor mudo que se había instalado en su pecho desde hacía semanas.
Había vuelto a entrenar por su cuenta después de la práctica. No quedaba nadie a esa hora, ni siquiera el encargado de cerrar el gimnasio. Lo hacía a propósito. Necesitaba el silencio, el anonimato. La incomodidad de verse a sí mismo sin el ruido de fondo que solía camuflar sus decisiones. Sólo estaban los encargados del mantenimiento del campo de juego, con el ruido de las máquinas de cortar el césped, y el rítmico sonido de los aspersores en las canchas cercanas. El sol se ocultaba en el horizonte, finalizando el día y recordándole a Thomas que debía irse. Pero él seguía