El eco de la confesión de Camila resonó en el silencio del apartamento costero. Alexander Blackwood no se sentía ni sorprendido ni ofendido por la audacia de su condición. Al contrario, sintió una oleada de admiración. Camila no solo le ofrecía el rescate de su imperio, le ofrecía una fusión total de vidas, una estrategia de guerra donde no habría fisuras personales que explotar.
Ella lo había mirado con la firmeza de un general, no con la súplica de una amante. Su condición era un escudo y un contrato a la vez.
—Quiero ser tu esposa, tu ancla emocional, y tu socia legal en esta guerra —había dicho.
Alexander se levantó del sofá, caminó hacia el ventanal y observó la inmensidad del Atlántico. La brisa salada golpeó su rostro, trayendo consigo la realidad de los mil millones de dólares que necesitaba para evitar la humillación final.
Se dio cuenta de que no solo se trataba de salvar la empresa; se trataba de la verdadera rendición. Había pasado toda su vida controlando cada variable, p