Capítulo narrado por Fatima:
La casa huele a azafrán y el aroma que se mezcla, ajo y siete especies, penetrante, es delicioso. La madre de Zayd cocina con una delicadeza que me conmueve. Me sirve arroz con garbanzos, unos dátiles rellenos de nuez, y un té con exceso de cardamomo que me acaricia el estómago antes de tocarlo. Dana nunca cocinó ni sirvió cosas tan deliciosas. La verdad, Dana no es la típica abuela árabe en muchos aspectos. Mi abuela es una mezcla de una adolescente caprichosa, y una adulta mayor serena. La madre de Zayd, se sienta frente a mí con su velo impecablemente puesto y sus manos pequeñas, temblorosas pero tiernas. No habla mucho, pero cuando lo hace, cada palabra parece meditada como si fuera parte de una oración. No parece tener ningún defecto, ni en sus modales, ni en su hablar. —Tú comes como si tu alma estuviera cansada, Fatima. —me dice de pronto, con una sonrisa tímida, como si hubiera reflexionado demasiado lo que quería decir. Le sonrío de vuelta. No sé si es cansancio o miedo. O las dos cosas juntas. —Quizá está cansada de fingir que todo va bien. Mi vida está hecha un desastre y no sé cómo empezar a darle orden. —le confieso, quiero hablar con alguien, estoy exhausta del silencio. Ella asiente suavemente. No juzga. Solo asiente con la cabeza. —¿Tienes ideas para tu trabajo? Sé que te despidieron por las faltas y los problemas de tu jefe, ese Hans que no cerró las fábricas. Lo leí en una nota que realizó el jefe tuyo. Siento mucho que haya gente tan mala. —murmura, como si tuviera miedo de herirme. Me duele que lo sepa. Me duele que el nombre de Mariano aparezca hasta en los titulares. Como si no bastara con que aparezca en mis recuerdos. Como si no bastara con que me rompió el corazón. También todos se enteraron de que no pude controlar y llegar a un acuerdo con que deshabilitara su actividad en el río... La localidad sigue afectada. Y ya no puedo hacer nada. —¿Hay algo en especifico que te gustaría hacer aquí?, este no es un lugar cosmopolita, pero... Quizás puedas hacer algo... —sugiere la madre de Zayd. —No tengo muchas ideas. —admito. —, me preocupa mi situación migratoria. Sin trabajo, no tengo respaldo. Podrían pedir que me vaya. No quiero irme así. Ni a la fuerza. Ni sola. No tengo recursos... —arrojo avergonzada, soy una abogada con poco tiempo de haberme graduado, debería tener un poco de ahorro, pero mi historia es otra. Ella gira su taza entre las manos. Sus ojos se bajan con cuidado. Como si estuviera por decir algo que no sabe si debe decir. Ella siempre parece evaluar a profundidad si está bien decir lo que está pensando. —Conozco a alguien que puede ayudarte. Es un poco complicado… Aunque aquí en Bay Ridge no haya tantas oportunidades como en Manhattan hay una posibilidad. Podrías obtener una nueva identidad. Tengo amigos que pueden apoyarme si les explico tu situación. Como si fueras mi hija. Podríamos registrarte como hermana… En este lugar, mientras no salgas de aquí. Sería más fácil si usas el hiyab, eso hace que nadie cuestione nuestras raíces. Y te protege entre los nuestros. —expresa la mujer con claridad. Mi cuerpo se tensa. Siento un ligero mareo al escuchar su última frase. —¿El pañuelo? —repito, casi como si no entendiera el idioma. Ella asiente. No con exigencia. Con cuidado. Como quien sabe que no pide poco para alguien que se encuentre en el punto de su vida en el que me encuentro yo... —Sé que lo dejaste hace años. Lo respeto. Pero aquí… Aquí para nosotros es distinto. Aquí no siempre se trata de fe, sino de seguridad. Las mujeres con pañuelo pasan más desapercibidas. Generan menos preguntas. Parece injusto, pero es así. La comunidad musulmana en este lugar, es considerable. Y en su mayoría, nos apoyamos. Pero no te puedo negar, que necesitamos que se compadezcan... Y será mas sencillo asi, Fatima. Lo hago por un bien, Allah lo sabe. Tu lo sabes. —explica la mujer, luce apenada por lo que sugiere. En el Islam, el uso del pañuelo no es obligatorio. Es una decisión personal de la mujer. Nadie debe condicionarlo. Es un momento en que te sientes lista, y lo usas. Como símbolo de modestia, de fervor hacía Allah. Mi mente se revuelve. Lo usé hasta los diecisiete. Lo amé. Luego lo odié. Me sentí libre al quitarlo, y después me sentí culpable por haberlo dejado ya que lo hice por rebeldía, por intentar llamar la atención de mis padres, no porque mi fe en Allah no siguiera. Ahora, me piden que lo use no por fe… Sino por camuflaje. —Déjeme pensarlo. —digo. Y lo digo en voz baja, como si me doliera haberlo pronunciado. Ella no insiste. Me acaricia la mano. Me dice que no tengo que decidir ahora. Que primero coma. Que el arroz no se enfríe. Como si hubiéramos tenido la conversación mas natural del mundo, y se ha sentido bien. La tarde cae como un fantasma ante mí. He pensado mucho, en todo. El sol se esconde detrás del patio y deja una brisa suave que me recuerda a la ciudad donde viví un tiempo en Siria, a la casa de la familia, a los balcones que miraban el mercado donde vendían pañuelos de seda y ollas de barro. Siria era un lugar hermoso, Armenia también lo fue, aunque no recuerdo con cariño la estadía en ninguno de los dos, debido a lo que representan para mí, ambos son el hogar de mis padres... Y yo, nací en Siria. Y no me siento en lo absoluto parte de ella. Por alguna razón, desde que llegué aqui, me sentí norteamericana. Un lugar donde vives para trabajar y donde se supone que puedes ser quien quieres. Zayd llega justo cuando los colores del cielo se están yendo, cuando el atardecer ya no es tan colorido y divertido. Entra con paso calmo, como siempre. Lleva una bolsa con algo que parece medicina y otra con frutas. Me busca con la mirada, me encuentra, y sonríe apenas. —¿Cómo estás hoy?, ¿has hecho los ejercicios que te asigné? —me pregunta. —Sí, los he hecho. Y estoy... Pensando. —respondo. No me pregunta más. Se sienta conmigo en el sofá bajo la ventana. Deja las bolsas a un lado. Saca una mandarina y comienza a pelarla con las uñas como si fuera una tarea que le hubieran encomendado realizar con desespero. —Dana me habló hace unas horas. Hoy fue la conversión de Mariano y habiamos acordado vernos ahí... —me dice. —, me dijo que está intentando ganar la confianza de Fatma. Parece que el hijo de ella la ignora completamente. Pero al menos, no le ha hecho daño físico. Ni la ha encerrado… Como tenía por costumbre cuando algo le encaprichaba. Al parecer, esta práctica la heredó de tu abuelo fallecido, en Siria. El esposo de Dana. Siento escalofríos. No por lo que dice. Por cómo lo dice. Como si fuera normal hablar de encierros, de madres ignoradas por sus hijos, de mujeres rotas tratando de sobrevivir. —¿Y tú confías en que Dana pueda protegerse? —le pregunto, conteniendo las preocupaciones que me rondan ahora. Zayd se queda callado un instante. —Creo que Dana siempre ha estado sola. Desde antes. Lo que hace no es para protegerse… Es para protegerte a ti. Sí sobrevivio a su esposo, por supuesto que su hijo no representa un peligro para ella. Ella dice que cuando tenga dinero suficiente, podría ayudarte a salir del país. No deberías quedarte aquí mucho más tiempo, o al menos no mientras ellos quieran encontrarte. —expresa Zayd con tristeza. Silencio. No hay respuesta que pueda dar. Yo no quiero irme. Pero tampoco quiero quedarme como estoy. Ni como prisionera. Ni como sombra. —¿Y tú qué crees? —le pregunto. Él me da un gajo de mandarina. Me lo pasa sin mirar directamente. —Creo que tú sabes lo que debes hacer. Solo que no quieres hacerlo aún, Fatima. —lanza Zayd y me quedo aun mas pensativa. Eso me golpea. Porque me gustaría creer que es cierto. Nos quedamos en silencio largo. Zayd es la única persona con la que he tenido tantos silencios, y no me desagradan. —¿Tú tienes un secreto, Zayd? —le digo de pronto. Me sale sin pensar. Él me mira. No se espanta. No se enoja. Pero tampoco responde enseguida a mi pregunta. —¿Por qué lo piensas? —me devuelve una pregunta. —Porque nunca estás del todo aquí. Y no me refiero físicamente, entiendo tu posicion como médico, y como IMAM. Pero a veces, siento que te acercas. Me hablas bonito. Pero no te quedas. No te dejas ver completo. Me gustaría retribuir el cariño y la amistad que me brindas. —digo con honestidad, él se ha portado como nadie lo había hecho jamás por mí. Zayd es la representación realista de un caballero. Zayd guarda la piel de la mandarina en una servilleta. Se sirve agua y la bebe como si lo ayudara a ordenar lo que va a decirme ante mi pregunta imprudente y mis emocionales declaraciones. A veces siento que soy muy intensa, y no sé si esté bien o mal. —No es fácil estar completo cuando uno está dividido. —me responde. —¿Dividido por qué? —Por el deber. Por el pasado. Y un poco por el miedo. —añade Zayd pareciendo casi tan pensativo como yo. Sus palabras flotan entre nosotros. No me da una confesión. Me da una confusa metáfora. Pero es suficiente para entender que hay cosas que no va a contarme todavía. Le pongo una mano sobre la suya. Se la dejo ahí. No le exijo que me la apriete. No le pido que me diga nada más. —Está bien, Zayd. No tienes que decírmelo todo. Apenas nos conocemos y ya me has salvado la vida en dos oportunidades. —¿Dos? —me inquiere perplejo. —Cuando me llevaron a la clínica. Y cuando me sacaste de ella. Él me mira. Esta vez con ternura. Me parece que en esos ojos hay algo que quiere quedarse, pero no sabe si debe. —Solo quiero que estés bien, Fatima. —dice y puedo sentir que él es honesto. —Yo también quiero que tú estés bien. —respondo, bajando la voz. Nos quedamos así. Unidos por las manos, por el silencio, por una mandarina compartida que dice más que cualquier confesión elaborada y rebuscada... La noche llega por fin. Su madre nos llama para la cena. El mundo gira afuera. Pero aquí, por un instante, hay una soberana paz...