Narrado por Mariano Hans:
Salgo de casa temprano muy temprano el día de hoy, ayer fue un día de m****a en el que no fui capaz de salir de casa, pero hoy... Intento ser positivo y ordenar al menos mi vida laboral. El cielo aún se encuentra teñido de ese gris indeciso que no sabe si quiere ser mañana o seguir siendo parte de la que para mí fue una melancólica madrugada. El aire está cargado, como si supiera que hoy no será un día cualquiera en mi vida, tengo un presentimiento oprimiendome y causandome dolor entre el pecho y la espalda. Ajusto el reloj, reviso el teléfono por quinta vez, y me subo al auto sin desayunar. No tengo hambre. Tengo urgencia. La empresa me espera, sé que muchas firmas dependen de mí, y en los últimos días he tratado de gestionar ciertas cosas desde casa, sin embargo esto ha sido un verdadero desastre y nadie esta conforme con ello. Desde que Fátima vino a acordar el cese de actividades de la fábrica, todo ha sido un caos administrativo, legal, emocional. Me ha costado una fortuna hacer que esa decisión sea siquiera viable. Y ahora, con ella fuera del mapa, me toca a mí recomponer lo que queda. Se lo debo a ella y a sus ideales, estoy seguro de que la hará muy feliz enterarse el día en que mi empresa no siga acabando con las especies acuáticas del lugar. Es un sacrificio de amor, y por alguna razón, me alegra hacerlo. Al llegar concretamente a la empresa, el edificio parece más frío que de costumbre. Subo directo a mi oficina, esquivando miradas curiosas. Myriam, mi asistente, me sigue con su andar felino, como si el pasillo fuera una pasarela. Únicamente suya. Alguna vez, tuvimos una aventura. Nada serio. Tuvimos sexo unas tres o cuatro veces, y en una ocasión me la lleve a la playa y digamos que también lo hicimos un par de veces. Luego, me pidió trabajo y le ofreci ser mi asistente. Realmente todo ha sido netamente profesional, pero la llama del deseo está ahí latente. Ella sabe que lo mío con Kiara es una farsa... Sin embargo, no miento cuando digo que Fatima me movió muchas cosas. Y estoy en un punto, en que no deseo a ninguna mujer que no sea ella. Quiero tenerla. —Buenos días, jefe. —dice Myriam sacandome de mi ensoñación, con esa sonrisa que siempre parece esconder algo más que una simple bienvenida. —Buenos días Maryam. —respondo sin detenerme. Me encierro en mi despacho y empiezo a revisar los documentos del traslado. Hay contratos que deben rescindirse, maquinaria que debe ser reubicada, empleados que necesitan respuestas. Todo esto era parte del plan de Fátima, y ahora me toca ejecutarlo sin ella. Sin que lo vea en primera línea. Trabajé en ello en los últimos dos días porque únicamente pensé en ella, y sabía que ella quería esto. Por eso vino a mí, fue el motivo que nos reencontró. Mientras escribo y firmo papeles, llega la noticia que al parecer soy el único idiota que no está enterado. Una nota de prensa, enviada por correo interno, firmada por Acuarela y Asociados. En ella se deja claro que la empresa no tiene ningún vínculo con Fátima Hnedi. La han despedido. Oficialmente. Sin rodeos. Y me han dejado claro que no tienen que ver con ella, como si yo fuera a declararlos culpables de algo por haber enviado a Fatima, o por el accidente... Me quedo mirando la pantalla, sintiendo cómo se me aprieta el pecho. No solo no puede volver a la empresa… Ahora está sola quien sabe donde. Kiara me había dicho que su padre estaba considerando buscarle un esposo en Siria. Un hombre de carácter fuerte, para “quitarle lo brincona”. Qué forma tan cruel de domesticar a una mujer como ella. Estoy seguro de que Fatima no les ha dado motivos para tener esa apreciación de ella, pero Omar Hneidi es un maldito monstruo que no conoce los límites. Cada vez que lo pienso, me desconsuelo. Me imagino a Fátima encerrada, creyendo que la abandoné, que la traicioné. Pero también pienso en Lauren. En mamá. En papá, que últimamente parece más ausente que presente. Todo se mezcla en mi cabeza como un torbellino que no tiene principio ni fin... Que no se encuentra totalmente en mis manos por el momento, pero que haré todo lo posible por conseguir un desenlace justo. Lo mejor es que Fátima siga escondida. Que espere. Aunque sé que debe estar pensando lo peor de mí. Que la abandoné. Que no sé lo que siento. Que le hice violencia emocional... Debe de sentirse terrible, creo que si fuera al revés, yo no lo soportaría. Me duele el centro del estomago al pensar en ello. Que Fatima se demuestre muy dispuesta para intentar algo y luego simplemente se desaparezca diciéndome que no puede. —¿Y tú? —interrumpe Myriam, entrando sin tocar—. ¿No vas a tener un revolcón antes de ser un hombre casado? —me sugiere Myriam, cierra la puerta, y se lleva una paleta a su boca de forma sugerente, sin quitar la vista ni un segundo de mí. Me quedo en silencio. Ella se sienta en el borde de mi escritorio, cruzando las piernas con deliberada lentitud. Su perfume me invade. Es provocación pura. —¿Qué te hace pensar que me voy a casar? —le digo, sin mirarla. —Tus ojos. Ya no miran como antes —responde, con una media sonrisa. Pienso en el compromiso que hice ayer. En lo que significa. En lo que no significa. Y no me refiero a nada que tenga que ver con Kiara... Sino que para bien, o para mal, soy miembro del islam. Y debo ser fiel a mis sentimientos, mi pecho late por Fatima. Me levanto, tomo mi chaqueta y salgo de la oficina sin decir una palabra más. La dejo ahí, confundida, con su juego inconcluso. Sin pensarlo mucho, busco mi auto. Manejo sin rumbo fijo hasta que me detengo frente a una floristería de las más lujosas de la ciudad. Entro, elijo el arreglo más ostentoso que tienen en exhibición. Rosas, lirios, orquídeas. Todo en tonos cálidos, como si quisiera que el ramo hablara por mí. Conduzco hasta la clínica. Me pongo gafas oscuras y una gorra que me cubre el rostro. No quiero que me reconozcan. No quiero explicaciones. Al llegar, una enfermera me recibe con una sonrisa que dura más de lo necesario. —¿Busca algo, señor? —pregunta, jugueteando con su bolígrafo. —Al doctor Zayd. ¿Está disponible? Ella asiente, marcando algo en su tablet. Me indica el pasillo y me acompaña con pasos lentos, como si quisiera prolongar el momento. Zayd aparece al final del corredor, con el rostro agotado. Tiene ojeras profundas y el cabello despeinado. Parece que acaba de salir de una batalla. —¿Qué haces aquí? —me pregunta, sin rodeos. —Necesito ver a Fátima. Por favor no me lo niegues. Es importante, tú no lo entenderías. —le susurro, nadie en este lugar puede saber que él sabe el paradero de Fatima. Zayd frunce el ceño. Se cruza de brazos. Su postura es defensiva, pero no agresiva. —Estás siendo injusto. Le harías daño. Fatima necesita trabajar en sí misma. Y tu te bautizaste ayer al islam, eres un musulmán converso, con el objetivo de casarte. Con la hermana de la mujer que me pides ver. —expresa Zayd con dureza. —La conozco desde que ella tenía catorce años. —le digo, sin titubear. —, estuvimos juntos. Nos prometimos siempre estar el uno para el otro. Me enamoré de ella desde entonces. Me culpo cada día por no haberla pedido en matrimonio cuando tenía casi dieciséis… Cuando nos encontraron a punto de tener intimidad. Esto no empezó el día del accidente. Zayd se queda en silencio. Su incomodidad es evidente, pero también lo es su autocontrol. Me mira como si estuviera evaluando cada palabra, cada gesto. —No sé si esto es lo que ella necesita. —dice finalmente. —, pero tampoco estará lista para vivir si no se permite esta conversación. Me entrega una dirección. La de su madre. Zena. —Gracias. —le digo, con sinceridad. —. Te prometo que todo esto es por el bien de Fátima. Salgo de la clínica con el corazón latiendo como si fuera a estallar. Manejo directo a la casa de Zena, mi madre, siguiendo las coordenadas como si fueran el mapa de un tesoro perdido. Al llegar, el barrio es tranquilo, casi silencioso. Me estaciono frente a una casa de fachada sencilla pero cuidada. Bajo con el arreglo en brazos, sintiéndome ridículo y vulnerable. Entonces, la puerta se abre como si llevara toda la vida esperándome. Fátima aparece, volviendo del trabajo. Lleva el velo, un vestido largo de tonos tierra, y una expresión serena. Hermosa. Modesta. Inalcanzable. Me quedo perplejo, admirando su presencia. Ella me mira, sin entender qué está pasando. Sin saber por qué he venido. —Mariano… —susurra, como si mi nombre le doliera. —Tenía que verte, Fatima. —respondo, acercándome con el ramo... —, tenía que decirte que no te abandoné. Que sigo aquí. Que nunca dejé de amarte. Tengo que explicarte absolutamente todo para que puedas entender lo que pasó. Y lo que sigue pasando, Fatima. —arrojo con detenimiento. Ella baja la mirada. Sus manos tiemblan. Parece estar asustada, confundida y nerviosa. Estamos solos, jóvenes, inexpertos en el amor, pero incapaces de sentir que hacia falta una palabra en este momento, para poder entender la situación...