Élise
No puedo respirar normalmente. El aire es pesado, saturado de él, como si se hubiera deslizado por todas partes: en las paredes claras, en las fibras del sofá, hasta en mis pulmones. Cada segundo pesa como una eternidad. El silencio entre nosotros no es un respiro, sino una cárcel invisible. Y yo no tengo la fuerza para romper sus barrotes.
— No dices nada —murmura él.
Su voz me envuelve, me aprieta. Me retiene incluso cuando cada fibra de mi cuerpo grita que me escape. Pero mis piernas se niegan a obedecer. Mis manos, en cambio, ya se han traicionado: el respaldo ha caído al suelo, un ruido sordo y ridículo, como si me hubiera deshecho de mi último escudo.
— No puedo… —susurro al fin.
Dos palabras, pobres, impotentes, incapaces de contener el incendio que me consume.
Gabriel avanza, paso a paso, como si conociera el ritmo exacto de mi pánico. Sus ojos se aferran a los míos, impidiéndome desviar la mirada. Quisiera cerrar los ojos para no ver esta verdad, pero ya es demasiado ta