Gabriel
La sigo, no muy cerca, no muy lejos. Se esfuerza por caminar recta, la carpeta apretada contra su pecho como un frágil escudo, pero sus dedos tiemblan, y yo aún ardo con el beso que me devolvió a pesar de ella.
En el vestíbulo del tribunal, el aire huele a papel húmedo, a sudor contenido, a justicia en tránsito. Pasan siluetas, apresuradas, indiferentes o quizás no. Tengo la sensación de que todos saben. Cada mirada que se levanta es un guillotina invisible. Colegas, secretarias, magistrados: todos parecen adivinar, olfatear la electricidad que aún se aferra a nuestros labios.
Ella acelera. Su andar tiene la apariencia de la dignidad, pero veo en la tensión de sus hombros que está huyendo. La sigo, mis pasos desincronizados de los suyos, como una sombra que se niega a dejarla ir.
A la puerta, la luz del día nos golpea de lleno, deslumbrante, casi cruel. Levanta el brazo para proteger sus ojos, como si este sol repentino quisiera desenmascarar lo que acabamos de cometer en la s