La casa estaba en silencio. Un silencio pesado, como si los muros se hubieran quedado sin alma después de lo ocurrido. El aire olía a madera quemada, sangre seca y algo más… algo imposible de definir. Afuera, la niebla comenzaba a disolverse a medida que el amanecer rompía el cielo.
Diego empujó la puerta principal, apuntando con el arma, por si la criatura aún merodeaba. El patio estaba cubierto por restos de escarcha, y las ramas de los árboles parecían manos congeladas alzadas al cielo. No había huellas. Solo el viento. Y sin embargo, algo lo llamó. Una sensación en la piel. Un tirón suave, como si alguien invisible lo guiara.
Fue entonces que lo vio.
Grabado en una piedra, justo al borde del sendero que llevaba al bosque, había un símbolo nuevo. Uno que no recordaba haber visto entre los grabados que encontró con su abuelo o en los libros de Eugenia. Era circular, pero fragmentado, como si se hubiera roto y vuelto a unir. En el centro, un ojo, o al menos algo parecido. Pulsaba. N