capitulo 2

Habían pasado tres días desde la aparición de la criatura. El cuerpo, encerrado en el granero, comenzaba a emitir un olor nauseabundo, pero nadie se atrevía a moverlo. Diego pasaba horas observándolo, intrigado por el símbolo en su piel. No era una simple marca: parecía moverse sutilmente cuando uno lo miraba por demasiado tiempo.

—No lo toques —le advirtió su padre una tarde, al verlo inclinado sobre el cadáver—. No sabemos qué puede hacer.

Pero Diego no podía evitarlo. Algo en esa marca lo llamaba, como si susurros surgieran de ella en lo más profundo de su mente.

Esa noche, la niebla volvió.

Apareció sin aviso, arrastrándose desde el bosque como una ola blanca. Las ventanas del rancho se empañaron en minutos, y los animales comenzaron a inquietarse.

—¡Otra vez no! —exclamó uno de los tíos.

Todos se armaron de nuevo, pero esta vez, no hubo sonidos, ni gruñidos, ni chillidos.

Solo silencio.

Hasta que el establo estalló en llamas.

Corrieron hacia allí, pero era tarde. El fuego devoraba la estructura con una rapidez inhumana. Diego se detuvo en seco: entre las llamas, pudo ver siluetas moverse.

No una.

Varias.

—¡No era la única! —gritó, retrocediendo.

De la niebla surgieron ojos: decenas, brillando con un rojo antinatural.

Las criaturas venían por ellos.

—¡Corran! ¡Al sótano! —gritó su padre.

Se refugiaron bajo la casa, con el sonido de garras y chillidos retumbando sobre sus cabezas. Diego apretaba un viejo libro que encontró entre las cosas del abuelo: contenía símbolos antiguos… uno de ellos idéntico al de la criatura.

—¿Qué es eso? —preguntó su primo.

—Algo que quizás pueda ayudarnos.

El libro hablaba de un "velo entre mundos", y de guardianes que mantenían encerradas a ciertas criaturas. Pero alguien o algo había roto el sello.

Y si no encontraban cómo restaurarlo, la niebla no se detendría.

No esa noche.

Ni nunca.

El sótano era oscuro, apenas iluminado por una linterna colgada en una viga. Afuera, los chillidos continuaban. Algo —o muchas cosas— caminaban sobre el tejado del rancho, olfateando, buscando.

Diego hojeó el libro frenéticamente. Las páginas eran de papel grueso, escrito a mano en tinta negra. El idioma era antiguo, pero algunas frases estaban traducidas por el abuelo. Había una sección subrayada: “Donde el velo se rasga, la niebla se alza. Sólo el sello de Sangre y Fuego puede cerrarlo.”

—¿El abuelo sabía? —murmuró Diego.

—¿Qué dices? —preguntó su primo, tembloroso.

—Este libro... habla de estas cosas. Como si ya hubieran estado aquí antes.

Su padre se acercó, observando el símbolo dibujado en una de las páginas. Era el mismo que estaba grabado en la criatura. Pero en el libro había un segundo símbolo, más complejo, rodeado de runas.

—¿Qué significa esto? —preguntó su padre.

—No lo sé... pero si el símbolo que tenían en el cuerpo los dejó cruzar, tal vez este otro pueda cerrarlo.

Un golpe seco sobre la trampilla los hizo enmudecer. Algo intentaba entrar. El aire se volvió denso, helado. La linterna parpadeó.

—¡Rápido! —exclamó Diego, hojeando hasta encontrar lo que parecía un ritual.

Requería fuego. Y sangre.

Sin pensarlo dos veces, Diego sacó su cuchillo y se hizo un corte en la palma. Su padre lo detuvo al principio, pero luego asintió.

—Hazlo.

Encendieron una vela. Diego, con el libro abierto, trazó el segundo símbolo en el suelo del sótano, usando su sangre mezclada con ceniza. Pronunció las palabras con voz temblorosa pero firme.

Un rugido, profundo y ajeno a este mundo, sacudió los cimientos de la casa.

La trampilla se abrió de golpe, y una criatura cayó dentro. Era distinta a la anterior: más grande, con múltiples ojos y un torso cubierto de huesos como armadura.

Pero no alcanzó a moverse.

El símbolo comenzó a brillar con una luz rojiza. Las paredes temblaron. Un viento gélido brotó del círculo, absorbiendo la niebla. Las criaturas aullaron en el exterior, una cacofonía de dolor y furia.

Y luego… silencio.

La niebla se disipó como humo al viento. El monstruo en el sótano se deshizo en cenizas ante sus ojos.

Diego cayó de rodillas, agotado.

—¿Funcionó? —susurró su primo.

Nadie respondió al principio.

Finalmente, su padre dijo, con voz baja:

—Por ahora.

Subieron al exterior. El rancho estaba en ruinas, el granero completamente destruido. Pero el cielo estaba despejado. El aire limpio. Ni rastro de la niebla.

Diego sostuvo el libro contra el pecho.

Sabía que aquello no había terminado.

Porque al final del libro, escrito en la última página, había una advertencia en letra temblorosa del abuelo:

“Si alguna vez lees esto, recuerda: el velo no se rasga por sí solo. Alguien lo abrió."

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