La niebla se cernía sobre la pradera, reduciendo la visibilidad a apenas unos metros. Diego se estremeció al montar su caballo, ajustó las riendas con manos tensas y echó un vistazo a su padre y los demás familiares que también se preparaban para salir.
—¿Seguro que es buena idea salir con esta niebla? —preguntó en voz baja, apenas rompiendo el pesado silencio de la mañana. Su padre asintió con seriedad. —Tenemos que reunir al ganado, Diego. No podemos dejarlo perderse. Se pusieron en marcha. Los caballos avanzaban despacio, tanteando el terreno invisible. La niebla parecía viva, densa, casi como si los observara. Mientras cabalgaban, Diego notó que la niebla se espesaba en ciertos puntos, oscureciéndose. Entonces, lo oyó: un leve "tok... tok... tok..." resonando entre las sombras. Se irguió en la silla, tenso. —¿Escucharon eso? —murmuró, mirando a su padre. —¿Qué cosa? —preguntó uno de sus tíos, deteniendo su caballo. El sonido continuó, oscilando en intensidad, como un eco lejano que a la vez parecía rodearlos. —¿Alguien está haciendo ese ruido? —insistió Diego. Los hombres intercambiaron miradas inquietas. Nadie respondió afirmativamente. —Dejen de hacerlo, vamos a espantar al ganado —ordenó un tío, con voz áspera. —No soy yo —respondió otro. El grupo se cerró instintivamente, formando un círculo apretado. El "tok... tok... tok..." era cada vez más insistente, y los caballos empezaban a agitarse, resoplando y pateando el suelo. Un relincho agudo quebró el silencio y Diego apenas logró controlar a su montura. Entonces, desde atrás, se escuchó un grito desgarrador. El abuelo apareció corriendo entre la niebla, pálido, con la respiración entrecortada. —¿Qué pasó? —preguntó Diego, acercándose de inmediato. El anciano se detuvo frente a ellos, el rostro desencajado. —Vi... algo —jadeó—. Algo grande... que se movía entre la niebla. Solo entonces notaron su pierna herida: un tajo profundo corría desde el tobillo hasta la pantorrilla, la bota hecha jirones. —¿Qué te atacó? —preguntó uno de los tíos, alarmado. —No sé... tenía garras —murmuró el abuelo, tambaleándose. La sangre empapaba la tela de su pantalón. Sin dudarlo, decidieron regresar al rancho. La niebla, más espesa que nunca, parecía cerrarse tras ellos como una trampa viva. Mientras cabalgaban de vuelta, el sonido del "tok... tok... tok..." no cesaba, acompañándolos como un oscuro presagio. De regreso en el rancho, corrieron a buscar armas: rifles, machetes, pistolas. Nadie decía mucho; el miedo era un nudo apretado en la garganta de todos. —Vamos a encontrar lo que sea que nos esté acechando —dijo el padre de Diego, cargando su rifle—. No nos vamos a quedar sentados esperando. Se organizaron en cuatro grupos y regresaron a la pradera. Diego fue junto a su padre y un tío, moviéndose despacio entre la niebla. —¿Ves algo? —susurró Diego. —Nada —murmuró su padre—. Mantente alerta. Entonces, de pronto, el "tok... tok... tok..." cesó. El silencio fue brutal. Diego sintió cómo el vello de su nuca se erizaba. —¿Qué demonios...? —musitó su tío. No hubo tiempo para respuestas. Disparos y gritos estallaron en la niebla. Una sombra enorme los embistió. Diego vio cómo su padre caía al suelo, golpeado brutalmente. —¡Papá! —gritó, echando pie a tierra. Pero antes de alcanzarlo, un brazo largo y huesudo lo sujetó por detrás. Luchó, pateó, pero la criatura era fuerte. Solo cuando su tío disparó a quemarropa, Diego logró liberarse. —¡Corran al rancho! —bramó su tío. Diego no se detuvo a mirar atrás. Corrieron entre la niebla, con el sonido de garras arañando el suelo persiguiéndolos. Las luces del rancho titilaban a la distancia como una promesa. Entraron de golpe, asegurando puertas y ventanas. Dentro, el miedo era palpable. —¿Qué era eso? —preguntó Diego, respirando entrecortadamente. —No sé —dijo su tío, limpiándose el sudor de la frente—. Pero tenemos que acabar con ello. Esa misma noche, armados y decididos, salieron de nuevo. No iban a dejar que aquella cosa los cazara. En un claro del bosque, entre jirones de niebla, la encontraron. Era enorme, deformada, con garras como cuchillas, dientes afilados y una cola cubierta de escamas duras. La batalla fue brutal. Diego disparó hasta vaciar su rifle. La criatura se defendía con furia, hiriendo a varios de ellos. Diego recibió un zarpazo en el brazo, pero siguió peleando. Finalmente, entre disparos y machetazos, lograron derribarla. El monstruo yacía muerto a sus pies, sangrando un líquido espeso y oscuro. Diego, agotado, se apoyó en su padre, quien le revisó el brazo herido. —Sólo un rasguño —dijo el padre, aliviado. Se miraron en silencio. Sabían que esa noche jamás sería olvidada. Cuando examinaron el cuerpo de la criatura, descubrieron algo más: un extraño símbolo marcado en su piel escamosa. —¿Qué demonios es esto? —murmuró Diego. —No lo sé —respondió su padre, sombrío—. Pero parece que esta criatura no era de este mundo. Con cuidado, transportaron el cuerpo de vuelta al rancho, decididos a estudiarlo. Aunque la niebla había desaparecido, una nueva inquietud se cernía sobre ellos. ¿Y si no era la única? La noche cayó pesada y silenciosa. Y en lo profundo del bosque, algo —o alguien— parecía estar esperando.