Ella dio un paso más cerca, colocando suavemente su mano sobre mi pecho, justo donde sentía el latido frenético de mi corazón.
—¿Por qué dijiste eso, mi Luna? —repetí la pregunta. —Pues, pues... —tartamudeó. —¿Dime, mi Luna? —pregunté de nuevo. —Yo recuerdo muy bien que te hice el amor cuando estabas dormida, y trataste de detenerme, pero yo no te lo permití. Mis ojos buscaron los suyos, atrapados en aquella promesa que resonaba en su voz y en su toque. Había verdad en mis palabras, en medio de la tormenta. Pero también había algo que me desconcertaba y quería saber. —¿Te acuerdas cómo empezamos? —preguntó en un susurro. —Estábamos dormidos, sentí tu calor y tus besos —comencé a decir sin dejar de observarla—. Tu cuerpo estaba pegado al mío, moviéndose, y ¡no me pude aguantar, mi Luna! ¡Perdóname, por favor! —¿Entonces, tú sentiste que yo me movía antes de que tú empezaras? —preguntó el